Título: Una mujer fantástica
Dirección: Sebastián Lelio
Guion: Sebastián Lelio y Gonzalo Maza
Intérpretes: Daniela Vega y Francisco Reyes
Cinematografía: Benjamín Echazarreta
País y año: Chile 2017
Duración: 104 minutos
Esta pregunta del realizador chileno Sebastián Lelio tiene amplias
resonancias en nuestra contemporaneidad, especialmente en la cultura
hispánica donde los derechos del colectivo LGBTI están siempre bajo
acoso, al ser esta centradamente masculina y machista, con lo cual las
desviaciones de la norma constituyen una amenaza para la virilidad y
control hegemónico del hombre sobre los demás miembros de la sociedad.
Marina,
una joven cantante en proceso de cambio de sexo y proveniente de un
entorno modesto, tiene desde hace un año una relación estable con
Orlando, el dueño de un negocio y padre de familia divorciado,
perteneciente a un estrato social superior. Consecuentemente, cuando
éste sufra un aneurisma y muera repentinamente, Marina será objeto de
una doble marginación por parte de la familia de su amante. Una familia
conservadora, que en el contexto chileno post-pinochetista ha desviado
su intransigencia hacia quienes amenazan su predominio y sacuden su zona
de confort, tal cual quedó demostrado con su rechazo a las
manifestaciones populares de 2019 contra las políticas elitistas del
Gobierno.
La realidad de Marina, como transgénero y persona tildada de socialmente
inferior, sobrepasa a la exmujer y al hijo de Orlando, quienes le harán
sentir el peso de su aversión, humillándola verbal y físicamente cuando
busque reafirmar su lugar en la vida y muerte de su pareja, hasta el
punto de desvirtuar su existencia como ser humano. “Cuando me casé con
Orlando éramos bien normales. Teníamos una vida normal. Entonces cuando
él viene y me explica; yo ahí pienso que en esto hay pura perversión, no
más. Discúlpame, pero cuando te veo, no sé lo que veo; una quimera
veo”, le dice la exmujer, reforzando la invisibilidad a la cual quieren
condenarla. “Increíble, mi papá estaba loco (...). Si te robas algo me
voy a dar cuenta”, la amenaza el hijo, mientras la agrede físicamente
para obligarla a dejar el apartamento del padre, reiterando así la doble
deslegitimación a la cual quieren condenarla.
La cámara privilegiará
aquí el juego de plano contraplano entre Marina y la ciudad de
Santiago, a fin de enfatizar su temor y contrastarla con la hostilidad
del entorno donde será interceptada por la policía para hacerla volver
al hospital, tras una denuncia del médico de guardia, sospechoso de su
relación con el fallecido. “No tenía que tratarme como una delincuente”,
espetará contra él la joven, antes de ser vejada por un policía, quien
insistirá en la ilegalidad de su nombre a fin de deslegitimarla como
mujer. “Mi nombre es Marina Vidal, ¿tiene algún problema con eso?”, le
lanzará igualmente, mostrándose en pie guerra contra quienes buscan
seguir ultrajándola desde su posición de poder.
De hecho, será desde
ese lugar donde el hijo de Orlando y sus amigos continuarán
violentándola. “Que te vayas de aquí maricón culeado”, le gritarán al
verla caminar por la calle, obligándola entonces a subirse a una
camioneta donde proseguirán insultándola mientras le atan la cara con
cinta adhesiva para desfigurarla y borrar literalmente de sus
conciencias las “amenazantes” facciones, antes de abandonarla en un
callejón apartado. Los golpes morales y físicos, no obstante, cincelarán
a la protagonista, poseedora de una fuerte personalidad que le
permitirá bandear las inadecuaciones de los otros y empinarse por encima
de sus miserias. Algo que el director logró exitosamente con el film,
al tiempo de promover la discusión en torno a la ley sobre la identidad
de género en Chile, hecha finalmente realidad en diciembre de 2018.
Argentina,
Uruguay y Bolivia también han promulgado leyes similares, aunque en la
realidad la población transexual latinoamericana continúa siendo
amenazada, pues la vida de los grupos periféricos es de escaso valor,
especialmente las poblaciones más vulnerables como son las
pertenecientes al colectivo LGBTI. Y, dentro de este, el grupo
transgénero lleva la peor parte, dado que su esperanza de vida es
sumamente corta al estar constantemente expuesto a la brutalidad
producto de las intolerancias del medio, tanto externamente como en lo
que a la familia misma respecta. La hermana de Marina, sin embargo, la
apoyará y le brindará cobijo mientras encuentra su habitación propia;
aunque el cuñado mostrará, no un rechazo abierto, pero sí una marcada
incomodidad, espejeando el recelo masculino hispano hacia lo que, desde
su percepción, pueda poner en tela de juicio su hombría.
El hecho de
que Marina sea una cantante profesional con timbre de contratenor e
interprete composiciones barrocas, añade otra capa de sentido al
personaje, alzándola por sobre la mediocridad del entorno y sus
detractores. Ello la ubica en un plano superior al de quienes ventilan
su frustración, cual es el caso de la esposa de Orlando, al haber sido
echa a un lado por él, o dan rienda suelta a la rabia hacia el padre,
debido a su propia inadecuación ante el mundo como ocurre con el hijo.
Un comportamiento, traducido en confabulación contra la víctima objeto
de su acoso, que la producción realza introduciendo elementos propios
del hiperreal, en la secuencia donde la joven camina envuelta por un
viento cada vez más fuerte impidiéndole avanzar, mientras su voz en off
entona el aria “Sposa son disprezzata” de Geminiano Giacomelli.
Tal
alegoría de los obstáculos que la intolerancia de los otros pone frente a
ella, tiene su contraparte en las apariciones fantasmagóricas de
Orlando, cuando se ve sobrepasada por las circunstancias exteriores,
orientándola hacia el lugar de la ausencia vuelto presencia desde el
recuerdo y la memoria. Allí lo oculto e irrepresentable de la
animadversión externa se esfuma, abriendo un espacio para el afecto y el
deleite en instantes intensamente compartidos, del tiempo en que la
existencia parecía sonreírles y la vida se vislumbraba como una planicie
interminable por donde deslizarse sin estorbos ni trabas.
La
diégesis remarca esa dicotomía, llevando a fluctuar al personaje entre
las contradicciones del mundo y las negaciones personales, haciéndole
rebatir el sentido de justicia inherente a toda sociedad considerada
democrática y por ende inclusiva. Si bien las deficiencias de un sistema
político, social y económico viciado evidencian lo opuesto, haciendo
simultáneamente mella en su autoestima. Aquí Marina vacila y percibe una
falsa inadecuación de la cual ella no tiene la culpa, pero que los
fatídicos eventos recientes, sucediéndose de manera aluvional sobre sus
días, le han hecho temporalmente reconocer como cierta, hasta querer
ocultarse del drama circundante. “¿Viniste a mejorar tu técnica o a
esconderte del mundo?”, interrogará perceptivo su profesor de canto.
“Las dos cosas y viceversa”, replicará críptica la joven, sacudida por
este “reality check”, donde no debe haber lugar para la autocompasión ni
el miedo.
En tal sentido, otro punto fuerte del film es su acierto
en presentar a una persona transgénero, no desde la honda desigualdad
que marca a la gran mayoría del conjunto, por lo general joven y sin
oportunidades para salir de la marginalidad, sino a una heroína segura
de su sitio en el mundo. Alguien para quien el cuestionamiento personal y
la percepción que los demás tienen de ella, le permiten poner en tela
de juicio los falsos moralismos de la sociedad chilena y latinoamericana
en su conjunto, a fin de educar al espectador en la tolerancia y el
respeto . Ello redunda en una composición cinemática compacta, sostenida
por un guion donde la economía del lenguaje hace más intensos los
diálogos, y una cinematografía que los secunda desde las tomas
exteriores sobre Santiago y los planos interiores de casas, clubs y
restaurantes en que Marina, mientras combate los sectarismos, despliega
una marcada e intensa reflexión sobre sí misma.
Pero las urgencias e
incongruencias envolviendo los días de la heroína no dejan demasiado
lugar para la contemplación y la fiesta, inmersa como está en cerrar el
círculo del duelo y reinventarse para abrir espacio a una nueva faceta
de su yo escindido. Un yo que como las múltiples caras de un diamante
refleja lo mejor y lo peor de los demás dependiendo de las creencias,
complejos e inadecuaciones del receptor, si bien se mantendrá distante y
receloso tanto de unos como de otros. De hecho, el vacío de amigos
íntimos, familiares cercanos y colegas solidarios la dejarán
literalmente sola ante el peligro, al momento de tomar decisiones y
actuar siguiendo sus propios instintos; ya sea montándose sobre el techo
del auto de la familia del finado, a su regreso del cementerio donde le
prohibieron acercarse, para asediarlos y ventilar así su frustración, o
mudándose inmediatamente lejos de sus parientes con Diabla, la perra de
Orlando, cual única compañía.
La justificación de esa soledad
residirá en las dinámicas de autocontrol y una estricta disciplina
impuesta, producto de la profesión como cantante, madurando y mejorando
su técnica con cada nuevo embate de acontecimientos, siempre a punto de
sobrepasarla, pero que consistentemente resuelve o deja a un lado, en
tanto prosigue su proceso de identificación con el yo escogido. Un
proceso que la diégesis aborda, en sus alusiones al estadio lacaniano
del espejo, y la cámara capta cuando Marina se observa repentinamente a
sí misma, en plano medio sobre una superficie pulida que dos hombres
sostienen en plena calle o al interior de su nueva casa, en primer plano
sobre un diminuto espejo encima del pubis.
Con ello, la mujer que
lleva dentro, cual construcción formalmente escogida, permea el
inconsciente y le permite asumir la imagen que realmente le pertenece,
en tanto borra cada vez más de su cuerpo y su imaginario la impostada de
infancia, en una progresión donde el espectador se vuelve cómplice; de
ahí el modo como el film permite a quien se sitúa del otro lado de la
pantalla fundar una cercanía con la protagonista, empatizando con su
proceso de autoidentificación con el yo que en esta coyuntura específica
de su devenir le corresponde.
De este modo, los vacíos que la
ausencia del amante ha dejado en el locus donde se genera tal proceso,
serán llenados con la reafirmación de una nueva identidad, cuya realidad
acompañará los cambios ocurridos en su vida post-Orlando, pudiendo
entonces enfrentar con más independencia y dominio sobre su propio
transcurrir el paso gradual de un sexo a otro. Ello, más allá de los
impedimentos sociales, legales e incluso jurídicos, tal cual el
argumento desarrollará en el personaje de la inspectora de policía,
obligándola a hacerse una “inspección física” para verificar si existen
“lesiones eventuales”, y amenazándola con abrirle un expediente si se
niega. Afrontar esta nueva humillación, motorizada por una mujer nada
solidaria con su caso y realizada finalmente en una dependencia policial
por un médico insensible e ignorante —“¿Cómo la trato?”, le pregunta
perplejo a la inspectora— no la amilanará, sin embargo, sino contribuirá
a templar una nueva persona, surgida del trauma y el inesperado
abandono. Con ello Marina deviene modelo para quienes se hallan en una
coyuntura parecida, o que intuitivamente se saben dentro del cuerpo
errado pero no han logrado articular aún las estrategias adecuadas para
salir de él.
La falta de referentes resulta ser entonces un hándicap
para quienes desean reajustar su sexo, lo cual se une a las
intransigencias de los grupos de poder, anteponiendo sus intereses a los
de este colectivo invocando una moral amparada por el catolicismo
sectario y selectivo. Y si bien la Iglesia no tendrá un papel
protagónico, se halla indeleblemente imbricada en la intolerancia de los
familiares de Orlando, quienes como la gran mayoría de los falsos
moralistas traicionarán con sus actos lo que la doctrina establece. De
hecho, será en la capilla ardiente con el finado en cuerpo presente
donde su exmujer alzará públicamente la voz para avasallar a Marina.
“Aquí nadie dice nada. Ándate por favor”, espetará agresivamente.
“Ándate de aquí te acaban de decir. ¿No tienes respeto por el dolor
ajeno?”, reiterará una asistente al velorio, mientras la empuja fuera
del recinto dedicado al culto.
Los dispositivos de control y dominio
de la mirada masculina, igualmente se harán presentes en la capilla a
través de la figura del hijo de Orlando, quien percibirá a la joven como
una aberración de lo femenino, al haberse adueñado de su representación
potenciándola, es decir, confiriéndole un poder sobre el hombre que
históricamente este resiente; y más viniendo de una, a sus ojos,
simulación de lo deseado, vuelto aquí inalcanzable pues los códigos de
la representación no coinciden con los que tradicionalmente lo empujan a
poseerla abiertamente, ya sea falseadamente o por la fuerza.
De
hecho, será en la escena siguiente cuando instigará a los amigos a
acosarla y torturarla para luego huir cobardemente del callejón donde la
han dejado abandonada, después de intentar torpemente transformar su
rostro en una mascarada de lo femenino. Esto, a fin de despojarla de lo
percibido como una turbadora feminidad en el cuerpo errado que los
descoloca, dejándoles sin argumentos para interactuar clara y
naturalmente, dado lo amenazador de la misma hacia una muy discutible
hombría, que queda suspendida entre lo verbalizado y lo encubierto,
exponiendo la incertidumbre entre lo que se es y lo que se dice. Una
paradoja, aprovechada por Marina para romper con un pasado, ahora
problematizado por el acorralamiento del cual está siendo víctima, y
empezar a poner las bases de un nuevo futuro.
Al volver al
apartamento de Orlando y encontrar que el hijo ha puesto en la puerta
todas sus cosas, apropiándose sin contemplaciones de este dada la
ausencia de una normativa jurídica clara que le reconozca el derecho a
devengar una parte de la propiedad de su pareja, empieza a construir ese
porvenir recién estrenado. Aquí los obstáculos interpuestos por el modo
reaccionario de proceder del grupo familiar, se diluyen ante la
magnitud del reto constituido por su inserción al interior de un
“milieu” poco dispuesto a recibirla sin embargo; con lo cual la deseada
normalización se vislumbra como una utopía inabordable, plagada además
de riesgos y contingencias dentro de una América Latina que sigue
desconociendo la existencia de las otredades, negándoles sus derechos y
deslegitimizándolas en todas las instancias del día a día.
El
travelling de Marina caminando junto a un descampado punteado por
estructuras abandonadas y fragmentos de muros cubiertos con grafiti,
espejea la desolación que experimenta quien no entra dentro de los
moldes establecidos. Ello alegoriza simultáneamente el lugar de la ruina
y el trazo subversivo, al interior de un paisaje urbano alternativo
desde donde no obstante se alzan los focos de lucha y resistencia contra
el establishment. Exigirle a este entonces el respeto a la diferencia,
un marco legal dable de proteger la integridad de los más vulnerables y
el castigo a quienes lo infrinjan, a fin de contener abusos y evitar más
muertes, deviene también parte integral de la diégesis en “Una mujer
fantástica”.
Consecuentemente, el film trasciende el marco cerrado de
la protagonista, universalizando los contenidos y confiriéndole a la
producción su poder de alterar la conducta privada del espectador, o al
menos de enfrentarlo con sus particulares nociones de lo que es y no es
justo o moralmente aceptable. Esto debería exhortar al pueblo chileno e
hispanoamericano en su totalidad, a una reflexión colectiva en torno a
las directrices de los países y hacia dónde pretende encaminarse, en un
marco global sumamente tornadizo y movedizo; especialmente en la
coyuntura surgida con la pandemia del coronavirus y sus consecuencias en
un porvenir cada vez menos libre y más supeditado a los dictados
surgidos de la confabulación entre las grandes corporaciones
tecnológicas y el Estado mismo, cuya función primordial debería ser la
de proteger a la ciudadanía contra los excesos de estas.
Pero el bien
social no se propaga tan rápidamente como los virus y el poder
corporativo excede al de los gobiernos, cada vez más subordinados a sus
dictados y dependientes de sus políticas. Una certeza, que al rodarnos
hacia el tema de las identidades sexuales marca indeleblemente los
desarrollos, evoluciones y cambios tanto individuales como colectivos,
donde los sujetos se debaten al interior de un marco fundamentalmente
hostil y excluyente en que se pone a prueba la resiliencia de cada cual.
“Me vais a matar a mí del susto”, le comenta la hermana a Marina cuando
se encuentran para ayudarla a mudarse de casa de Orlando. “No. Voy a
sobrevivir”, responderá ella, enfatizando la necesidad de reiterarse a
sí misma el estar en control de su situación y su destino.
Esto se
observa en la secuencia entre lo real e hiperreal en el local donde
baila, tiene un fugaz encuentro sexual y vuelve a encontrarse con la
aparición de Orlando. Ello no solo le permite atraer a sus fantasmas,
sino dejar aflorar a un yo liberador, que la aparta aun cuando solo sea
momentáneamente de los cataclismos inherentes al vivir, rodeándola con
un aura glamorosa puesta a irradiar su brillo sobre la concurrencia. El
plano medio de la joven —envuelta por las lentejuelas sobre la pista de
baile dirigiendo al conjunto, y proyectada hacia la pantalla como en los
films musicales coreografiados por Busby Berkeley “Footlight Parade
(1933) y “Dames” (1934)—, contiene lo lúdico e ilusorio de la fantasía,
dable de redimirla de maltratos y restricciones para resaltar la
singularidad de su persona. Esto le da pie al director para mostrar un
lado menos intolerante de la sociedad chilena y emancipar a la heroína,
quien saldrá fortalecida de la experiencia y resuelta a cerrar
definitivamente este capítulo de su existencia.
La visita posterior a
la sauna finlandesa donde Orlando tenía un casillero, cuyo contenido el
director dejará a la imaginación del espectador en un fundido cual
abismo oscuro donde se esfuma lo irrepresentable, y la llegada al
tanatorio para despedirse definitivamente del amante, completan el viaje
de una larga noche hacia el día en que la protagonista se ha visto
inmersa. Los dolorosos acontecimientos escapando a su control, pero que
la han llevado a entrar en un estadio del yo más reflexivo, han motivado
que la tensión con el otro se haya finalmente desvanecido,
permitiéndole entonces reconstruir y reconstruirse desde una posición
menos precaria, aunque también más desvinculada con respecto a él.
De
hecho, la última escena donde con un zoom de cámara la joven canta el
aria “Ombra Mai Fu” de Georg Friedrich Handel sobre un escenario
desnudo, acompañada únicamente por un pianista y un quinteto de cuerdas,
proporciona las claves de la representación en su doble acepción; como
actuación musical y como personificación de ese yo igualmente doble: el
del personaje y el de la mujer real. Ambas imágenes contenidas en una
autofiguración exógena a los dictados de la sociedad conservadora, cuyas
obsesiones y pequeñas miserias han acabado estrellándose contra la
calidad interpretativa y el elegante porte de Marina-Daniela,
mostrándose finalmente sobre la pantalla, ante el espectador y el
público, en toda su plenitud.