Alejandro Varderi
Más allá de la pandemia, los inicios de la segunda década de este milenio han traído una radicalización de las ideologías y el asedio al librepensamiento y las diferencias, censurando libros, atacando a quienes se desvían de la normativa tradicional y promoviendo leyes para prohibir la discusión de temas asociados con las otredades. El cine por su parte ha respondido al incremento del racismo, el sexismo, la homofobia y la xenofobia resultantes, produciendo películas donde se denuncian tales intolerancias, o se satiriza con los miedos de quienes ejercen el control social.
“Firebird” (2021) de Peeter Rebane recoge algunas de estas reflexiones devolviéndose a la fuerza aérea soviética durante la Guerra Fría, para contar la relación amorosa entre un piloto de combate y un soldado raso. Basada en “The Story of Roman”, libro de memorias de Sergey Fetisov, el hecho real se romantiza en pantalla pero no pierde su poder de revelar la verdad sobre los obstáculos que ambos jóvenes enfrentaron y acabaron por destruir su vida en común. Pese a las décadas transcurridas, poco ha cambiado en la antigua Unión Soviética, a la vista de las protestas e intentos de prohibir el film cuando se presentó en el Festival Internacional de Cine de Moscú; de ahí su importancia en una nación con un largo historial de violencia contra la disidencia.
Sergey (Tom Prior) y Roman (Oleg Zagorodnii) se conocen en una base militar en la Estonia ocupada y empiezan a verse secretamente, con el ballet “Firebird” de George Balanchine e Igor Stravinski como leitmotiv de fondo. Luisa (Diana Pozharskaya) secretaria en la base y confidente de Sergey se enamora de Roman, tejiéndose un triángulo afectivo que estalla cuando la joven, una vez casada con este, se entera de la verdad. Ello lleva a Roman a huir de todo en un suicidio indirecto cuando pide ser trasladado a Afganistán, durante la invasión soviética y posterior ocupación del país.
La cinematografía privilegió los juegos de plano-contra plano de Sergey y Roman en la intimidad con las grandes panorámicas de Haapsalu y Moscú para contrastar la distancia entre lo público y lo privado, al tiempo que creó una complicidad con el espectador como voyeur y testigo de las maquinaciones, subterfugios, amenazas y chantajes emocionales que los amantes no lograron bandear; si bien la Estonia actual es mucho más inclusiva pese a la presión rusa. En palabras del director: “Hemos recorrido un largo camino en Estonia. Muchos de los países de la antigua Unión Soviética están en contra de la homosexualidad, pero Estonia fue el primer país del bloque en promulgar una ley de igualdad de derechos para las parejas en 2013, cuando Rusia anunció sus nefastas leyes contra la ‘propaganda homosexual’”.
La época en que se desarrolla el film se desdice sin embargo de tales apreciaciones si bien el homoerotismo se concentra en la estética, haciendo un guiño a las telenovelas en el uso de una iluminación, cuya intensidad de colores cálidos resalta las escenas de intimidad entre los protagonistas, y en el melodrama resultante del clásico triángulo. La tendencia a la melancolía y la bebida dentro del imaginario soviético profundizaron el exceso, especialmente en los plano-secuencia de la boda entre Roman y Luisa y la fiesta en el apartamento que Sergey y Roman compartían en Moscú como símbolo de la doble vida del piloto.
Otra película donde las diferencias jugaron un papel central ha sido “Tár” (2022) de Todd Field. Cate Blanchett (Lydia Tár) realizó un extraordinario tour de forcé, en el rol de una exitosa directora de orquesta, donde una cadena de acontecimientos entre lo profesional y lo personal acaban por destruir su carrera. Casada con la primera violinista de la Filarmónica de Berlín de la cual es la directora estrella, y con una hija en común, Lydia comienza a recibir amenazas anónimas, persecuciones y acoso por parte de mujeres cercanas a ella. Esto, como venganza por haber sido utilizadas y luego echadas a un lado, en una especie de #MeToo en reversa por ser una mujer lesbiana y no un hombre heterosexual el victimario. Las consecuencias de tales acciones le llevan a perder su trabajo, su prestigio y su familia acabando autoexiliada en Asia donde dirigirá la música para una serie de videojuegos muy populares entre los jóvenes.
El estilo entre el minimalismo emocional y el gótico sensual, presente en otros films de Field como “In the Bedroom” (2001) y “Little Children” (2006), se refina aquí hasta en sus más pequeños detalles, tejiendo un meticuloso tapiz de sobreentendidos, chantajes emocionales, enfrentamientos, celos y choques de egos, que imprimen su ritmo a la diégesis y mantienen la tensión. El uso de la cámara subjetiva contribuye a ahondar en el progresivo aislamiento interior y exterior de Lydia desde la perspectiva del espectador, a fin de enfrentarlo con la ambigüedad de los discursos culturales contemporáneos referentes a las políticas de género, vistos como salvaguarda de las identidades otras o, como en este caso, amenaza hacia las mismas. Sobre ello Cate Blanchett opina: “He sido muy reticente a hablar acerca de la película. En parte porque es muy ambigua y difícil de definir. (…) No solo el personaje es muy enigmático, sino que los hechos reflejados en la trama son muy imprecisos. En cierto sentido la película es como un test de Rorschach, en cuanto a los tipos de juicios que la gente emite en función de la información a la cual se alude pero nunca se confirma”.
El enigma y el equívoco arroparon también la vida pública de Rock Hudson a lo largo de su carrera, si bien quienes lo rodearon siempre supieron de su homosexualidad y lo protegieron a los ojos del público, hasta el punto de que fue un shock mundial su salida del armario cuando anunció en televisión que había contraído sida. Apoyado por Doris Day, con quien filmó una serie de comedias muy taquilleras en los sesenta y visiblemente desmejorado, se convirtió en un poderoso símbolo de la lucha contra un virus, todavía incurable más de cuatro décadas después de haber sido descubierto, y que para entonces sembraba el terror entre la comunidad.
“Rock Hudson: Hall That Heaven Allowed” (2023), documental de Stephen Kijak, se devuelve a la trayectoria del actor a través de las anécdotas de quienes lo conocieron y en algunos casos compartieron cama con él, tejiendo un hilo narrativo que se entrecruza con fragmentos de sus películas, especialmente aquellas donde puede leerse un subtexto gay cuando se aíslan las escenas del contexto fílmico. Aunque esta aproximación a la estrella está igualmente presente en dos documentales anteriores, “Rock Hudson’s Home Movies” (1992) de Mark Rappaport y “The Celluloid Closet” (1996) de Rob Epstein y Jeffrey Friedman, aquí se cuenta con información de primera mano sobre detalles tan íntimos como el tamaño de su órgano sexual, a la vez que se exponen para el espectador de hoy las intolerancias de la sociedad norteamericana de entonces.
Tras la imagen del ídolo femenino y secretamente masculino, surge un Rock Hudson fascinado con el underground de la época, que frecuentaba discretamente, en tanto organizaba reuniones en su casa alrededor de la piscina, donde participaban jóvenes deseosos de acercarse a la estrella. Y aunque los estudios para los cuales trabajó lo presionaron para que cambiara el curso de sus deseos forzándolo incluso a casarse, fuera del plató logró llevar una existencia relativamente libre y sin la culpabilidad de otras luminarias como James Dean y Montgomery Clift. Ello se refleja en el documental mediante los clips de películas caseras filmadas en su hogar y en las casas de amigos cercanos, en los cuales aparece feliz y relajado. Igualmente, fotografías con sus parejas de vacaciones y excursiones a lugares montañosos, donde podían disfrutar de su afecto sin ser vistos, aun cuando estuvo hasta el final en la mira del público. Quizás lo mejor del documental es justamente la documentación del último período de su existencia, cuando se convirtió en una voz pionera de la pandemia y dejó estipulado que se constituyera una fundación para la investigación del virus que llevaría su nombre. La negativa de Nancy Reagan, amiga cercana desde la época hollywoodense y entonces Primera Dama, de prestarle ayuda y apoyo para su tratamiento y para la difusión a la ciudadanía de los peligros del virus, se perfila en la correspondencia entre ambos que sale finalmente a la luz en el documental.
“Siempre fui una persona celosa de mi privacidad. Nunca dejé que la prensa fotografiara mi casa ni le hice saber al público lo que realmente pensaba”, escribió en su autobiografía publicada póstumamente. Algo que este documental espejea en el ágil trabajo de edición del material que logra perfilar al hombre detrás del mito, mostrando el lado más personal de Rock Hudson, quien disfrutó hasta sus últimas consecuencias de todo lo que el cielo le permitió obtener dentro y fuera de la pantalla.
“Strange Way of Life” (2023) cortometraje de Pedro Almodóvar, subvierte el western como género y desde el género, en el reencuentro entre dos vaqueros que fueron amantes en su juventud y que en la madurez tropiezan con demasiadas incógnitas sin respuesta, cuando quieren articular un discurso coherente acerca de los altibajos de su relación. Filmada en el desierto de Tabernas (Almería), donde Sergio Leone dirigió su trilogía del oeste, la película se desplaza también geográficamente de la orografía asociada con tales películas a la almodovariana, cual guiño a las raíces del cineasta quien ha profundizado en los regresos al pasado de sus personajes tan pronto vuelven al pueblo primigenio. Aquí tales raccontos espolean las insatisfacciones emocionales de un presente en que Jake (Ethan Hawke) ha regresado como sheriff para apresar al hijo de Silva (Pedro Pascal) acusado de matar a una prostituta. En la lucha entre ambos por el futuro del muchacho subyace otra batalla más personal y profunda, donde deben admitir la existencia de una atracción que no ha minvado en intensidad pese al tiempo transcurrido, y que de cierta manera decidirá el destino del joven a la vez que sellará el suyo propio.
Las panorámicas del paisaje cuyo influjo alegoriza lo accidentado del terreno por el que los protagonistas se mueven, alude a las planicies y montañas de “Brokeback Mountain” (2005) de Ang Lee, puestas a actuar como telón de fondo en la historia de amor entre dos vaqueros igualmente atrapados en una relación inescapable pero constreñida por las reglas sociales y los íntimos temores de los amantes. “De cierta manera, siento que mi película es una respuesta a ‘Brokeback Mountain’”, sostiene Pedro Almodóvar, quien había escrito el guion varios años atrás influenciado por la película de Lee, aunque no había encontrado el momento de llevarlo a la pantalla. Esta es la segunda producción del cineasta en inglés tras al corto “The Human Voice” (2021) con Tilda Swinton, en el cual también la ausencia del amante centra la diégesis. En “Strange Way of Life” esta ausencia planea sobre el imaginario de los vaqueros, pues saben que no hay lugar para ellos en un mundo donde manifestarse abiertamente puede conllevar la muerte, tal como aconteció con uno de los protagonistas de “Brokeback Mountain”. “Me siento mucho mejor después de haber hecho esta película”, apunta igualmente Ethan Hawke, refrendando el compromiso de muchos actores de Hollywood al interpretar papeles dables de resaltar las luchas de quienes no entran dentro de los moldes prestablecidos y por tanto deben ser castigados.
Dos películas que se desvían de esta realidad y construyen otra paralela en la cual lo imposible se hace posible han sido “Red, White and Royal Blue” (2023) de Matthew López y “Barbie” (2023) de Greta Gerwig. En ambas no existe culpabilidad alguna en cuanto a lo que los personajes son y representan pues el entorno es proclive a aceptarlos y celebrarlos.
En el film de López no solo lo personal sino también lo político se transforma en un cuento de hadas, cuando Alex (Taylor Zakhar Pérez) hijo de la primera mujer presidenta de los Estados Unidos, interpretada con gusto por Uma Thurman, se enamora de Henry (Nicholas Galitzine), hermano del futuro rey de Inglaterra. Basada en el bestseller de Casey McQuiston, la película calca el estilo edulcorado de la novela donde se busca el balance entre lo inclusivo y lo exclusivo, favoreciendo una mezcla igualmente balanceada entre raza y género bajo los parámetros de lo políticamente correcto. El plano de conjunto que cierra el film con la madre de Alex, texana de extracción humilde reelegida como presidenta, su padre orgulloso de ser hijo de inmigrantes mexicanos y él agarrado de manos con el príncipe Henry cual feliz pareja interracial gay para este milenio, calma momentáneamente las ansiedades de quienes no pertenecen al grupo blanco heterosexual dominante y por ello son rechazados.
Lo igualmente edulcorado de la cinematografía y una cámara que acaricia con sus paneos y planos picados los perfectos cuerpos de Álex y Henry completan la fantasía, validando las diferencias y lo diferente, en una época donde las intolerancias los mantienen bajo acoso. En la dirección del dramaturgo Matthew López, quien debuta aquí como cineasta, el imaginario en torno a las luchas para desafiar los prejuicios y manifestar abiertamente la dirección del deseo, desarrollado en su laureada obra teatral “The Inheritance” (2018), deja el gueto y sale a la luz de los flashes de los teléfonos móviles con su nutrida gama de redes sociales, constituyendo un lenguaje paralelo al de la hiperrealidad del film. Ello lleva a un primer plano la importancia de los nuevos lenguajes para presionar al estatus quo, en la batalla por un reconocimiento a la par al de los grupos históricamente aceptados, e imponer una nueva normalidad mucho más cónsona con los intereses y desarrollos culturales contemporáneos.
“Estoy seguro de que si yo hubiera tenido acceso a un personaje como Álex en mi adolescencia, mi vida hubiera sido mucho más fácil”, declara el director, reiterando la necesidad de promover modelos multisexuales y multiculturales en Hollywood, especialmente cuando la competencia de las plataformas virtuales está llevándose el mercado. De hecho la producción de “Red, White and Royal Blue” es de Amazon Prime, lo cual reafirma la reticencia de los estudios tradicionales para apoyar este tipo de proyectos.
Por su parte, “Barbie” es una producción de Warner Bros. y cuenta con el poderoso respaldo de su maquinaria. De hecho es la película que más dinero ha producido nunca para este estudio, siendo una de las más taquilleras de todos los tiempos. Ello, dada la importancia icónica de la muñeca en el imaginario colectivo como juguete, pero también como depositaria de los miedos más ocultos, tal cual se observa en el documental de Todd Haynes “Superstar: The Karen Carpenter Story” (1988), donde la existencia signada por la anorexia que llevó a la muerte a la cantante se representa utilizando Barbies en lugar de actores.
El film de Greta Gerwig invierte la ecuación. Margot Robbie (Barbie) y Ryan Gosling (Kent) son los muñecos de carne y hueso viviendo felices en un mundo donde todo se presenta en colores pastel hasta que deben desplazarse al real; si bien se mantienen en el plano corporativo donde la afluencia económica los sigue aislando de la auténtica realidad. Grandes angulares sobre Venice Beach y el acristalado rascacielos de Mattel, secuencias de persecuciones en lujosos automóviles por las avenidas de Los Ángeles, escenas en la escuela de una zona residencial, se cotejan con su simulación en el reino de juguete de Barbie. De cualquier modo será en el nuestro donde los muñecos encontrarán respuesta a sus interrogantes. Un reino infinitamente más disfuncional, en el que los juegos incluyen la guerra, la destrucción del ecosistema, las migraciones masivas y, sí, la sujeción de la mujer y las otredades raciales y sexuales al poder patriarcal; un poder abrazado con ganas por Kent en sus distintas versiones, cuando cae en cuenta de que ha estado sometido al dominio de Barbie durante más de seis décadas, al tiempo que esta se verá enfrentada al sexismo imperante en esta contemporaneidad.
Los números musicales espejearon los films del género como “Top Hat” (1935) de Mark Sandrich, “An American in Paris” (1951) de Vicente Minnelli y “Les Demoiselles de Rocheford” (1967) de Jacques Demy; así como su reinterpretación en “La, La Land” (2016) de Damien Chazelle donde Gosling tuvo un papel estelar. En tal sentido, las secuencias de los Kent bailando entre ellos tomados de las manos, enfrentándose en una guerra playera vestidos de arcoíris y lanzándose flechas plásticas rosadas. o cantando a la luz de una hoguera en la playa con sus coloridas guitarras más enamorados de su look que de las Barbies alrededor, apuntan hacia un narcisismo y una ambigüedad sexual llevando a la prohibición del film en numerosos países de Asia y el mundo árabe, por “promover la homosexualidad y otras desviaciones occidentales” y “minimizar la importancia de la unidad familiar”.
Un exabrupto ciertamente, sobre todo en lo que a esto último respecta pues la filmografía de la directora incluye películas tan icónicas como la séptima versión de “Little Women” (2019) y “Lady Bird” (2017), además de reafirmar con “Barbie” el lazo madre-hija y el paso de esta a la vida adulta. De acuerdo con Gerwig: “El dolor de las contradicciones, de no poder cerrar totalmente esa brecha entre la edad adulta y la niñez, también está presente en la película. Es esta sensación desbordante de alegría, y decirse entonces: ‘Nunca podré volver allí’”. Una certeza tan actual como la celebración de las diferencias —Barbie doctora está interpretada por una actriz transgénero— que esta y las demás películas han abordado como reacción hacia un tiempo lleno de injusticias e incertidumbres, pero en lucha contra quienes buscan imponer su estrecha visión de la realidad.