Título original: Musarañas
Nacionalidad: España
Año de producción: 2014
Dirección: Juan Fernando Andrés y Esteban Roel
Guion: Juan Fernando Andrés y Sofía Cuenca
Protagonistas: Macarena Gómez, Nadia de Santiago, Hugo Silva y Luis Tosar
Duración: 91 minutos
Alejandro Varderi
El tema relacionado con los abusos de niños y jóvenes por parte de algunos sacerdotes es en el caso español muy complejo y de raíces muy profundas, pues España es la cuna del catolicismo, extendido con la conquista a Latinoamérica, y se halla arraigado en sus estructuras dada su cercanía al poder político, participando la Iglesia incluso en las decisiones de Estado. De hecho, durante el franquismo miembros del Opus Dei dirigieron ministerios como Hacienda, Comercio e Industria; y desde el advenimiento de la democracia hasta hoy ocupan posiciones clave en el gobierno y el sector empresarial, aunque también han sido juzgados por prácticas ilícitas.
Durante la dictadura, sin embargo, la impunidad de la Iglesia fue absoluta y su autoridad incuestionable. La injerencia eclesiástica, sobre lo que podía o no verse en el cine, signó las largas décadas franquistas y mutiló numerosas películas con la implacable tijera del censor. Ello, siguiendo el ejemplo del código de censura hollywoodense, diseñado por un sacerdote católico durante los años cuando, paradójicamente, en España el cine republicano abordaba abiertamente temas como el acoso sexual de la mujer (“Barrios bajos”, 1937), el atraso social (“Las Hurdes”, 1933), la doble moral de la Iglesia (“El agua en el suelo”, 1934) y la violencia criminal (“Al margen de la ley”, 1936). Temas, estos, que fueron prohibidos hasta la muerte del dictador y el advenimiento de la democracia, cuando la Iglesia perdió un poder que ha ido recuperando en los últimos años. Ello, a raíz del viraje conservador de la sociedad, estimulado ahora por el creciente influjo de inmigrantes y exilados hispanoamericanos, mucho más cercanos a los ritos y al culto, pues la secularización no les ha afectado tanto como a los españoles.
Por otra parte, la ausencia de juicios de responsabilidades políticas a los cómplices del franquismo, la Ley de Amnistía de 1977 que protege a los involucrados, y el poder actual de la derecha española que evitó su derogación en 2018 pese a incumplir la normativa internacional sobre derechos humanos de la ONU, han fortalecido a los grupos más reaccionarios, aliados con la Iglesia, hasta el punto de que la propia familia del dictador se sintió con influencia suficiente como para querer impedir que sus restos fueran exhumados del Valle de los Caídos.
Musarañas, dirigida por el español Juan Fernando Andrés y el mexicano Esteban Roel, se devuelve irónicamente a la “España, una, grande y libre”, mediante la macabra historia de dos hermanas huérfanas, sobreviviendo como modistas en un barrio madrileño durante la década de los cincuenta. Una década cuando las misas masivas, las santas misiones y el despegue industrial convivían en la cotidianeidad de un país que empezaba a abrirse al exterior con la vuelta a Madrid, en 1951, del embajador estadounidense, quien había estado alejado desde el aislamiento diplomático decretado por la ONU en 1946.
El desenclaustramiento nacional coincide, entonces, con el enclaustramiento íntimo de Montse, la mayor, y Nia, la menor influenciada negativamente por las lecturas de infancia. “Historias terribles de gente malvada que se aprovechaba de los demás. En aquellos cuentos había un ogro enorme y poderoso que vigilaba a los humanos”, y que no era sino la “Biblia”. Esta primera escena, contada por la voz en off de Nia, establece el tono de secretismo del film e introduce al espectador en la dinámica del apartamento-claustro, abarrotado por los símbolos de la fe, donde conviven las hermanas y donde únicamente entran sus clientas, pertenecientes a la pujante clase media surgida de la nueva España. Si bien su situación seguirá estando constreñida por los designios del hombre, ya sea el padre, el marido o el confesor.
La ausencia de una figura materna —“las lágrimas no van a resucitarla pero el Altísimo sí”— conmina el padre a Montse en el lecho de muerte de aquella— y de la autoridad masculina —el padre murió, pareciera ser que durante el enfrentamiento bélico entre las dos Españas, si bien la historia nos llevará a otras causas mucho más cercanas— marcan la actuación de las protagonistas. Montse, a través de una personalidad psicótica, y Nia mediante un carácter fuerte e independiente que chocará con el fanatismo de la hermana.
El estilo propio del thriller y el género de terror donde se enmarca el film imprime a la diégesis su carácter sombrío pero con una vuelta de tuerca: la tragicomedia, como consecuencia de la desmesura y el exceso distintivas de la “pulp fiction”, donde se inscriben cineastas como Álex de la Iglesia quien es, justamente, el productor de “Musarañas”. El particular uso de lo grotesco presente en el imaginario católico, que De la Iglesia aúna al gore, tendrá aquí su expresión más certera, si bien el contenido argumental apartará este film de la irrisión y carnavalización características de la obra del director.
“La pesadilla de mi hermana Montse empezó el día que murió mamá”, prosigue la voz en off de Nia, en la escena donde el padre toma la cruz que la amortajada tiene entre las manos y se la pone al cuello con las palabras “esta cruz la llevaba tu madre el día que nos casamos”. Tal gesto establece el cariz solemne de la diégesis y rodea la incógnita del desequilibrio de la joven, cuyo miedo visceral a los hombres la mantiene prisionera dentro de su propia casa, de donde tampoco querría que su hermana saliera nunca. Al observarla por la ventana despidiéndose de un muchacho el día que cumple 18 años, entra en un paroxismo que le lleva a ponerla de rodillas y obligarla a rezar el “Yo pecador”, mientras le pega en las manos con una vara diciéndole: “esto lo hago por tu bien. Los hombres son instintivos. Solo quieren una cosa de ti. Pueden hacerte mucho daño”.
Esta conducta, frecuente en quienes han sufrido experiencias traumáticas, puntea los encuadres donde estatuillas de la Virgen, pinturas de escenas bíblicas, crucifijos y estampitas del Sagrado Corazón atestiguan el caudal de abusos, asesinatos, tortura psicológica y violencia física que moviliza la acción. Ello establece la conexión entre intolerancia y catolicismo sectario, de amplias resonancias durante el “Tiempo de silencio” —tan caro a la novela de Luis Martín-Santos—, que rigió el comportamiento de las generaciones de postguerra, especialmente dentro de los sectores más vulnerables: las mujeres y los niños.
“No vales para nada. Ni para enamorar a un tullido. ¿Te das cuenta pequeña?” “No soy tu pequeña. No soy tuya”. “Claro que eres mía. No puedes librarte de mí”. Este imaginario diálogo entre Montse y el padre, quien se le aparece repentinamente como un espectro entre las sombras de las habitaciones, condensa la sujeción de la mujer a la voluntad masculina que el franquismo fomentó, apoyado por la Iglesia y la Falange a través de la Sección Femenina; una rama del partido, encargada de la formación de las jóvenes dentro de la fe, la ideología fascista y la obediencia al páter familias. Tres “virtudes” que la película subvierte para denunciar los males de una sociedad viciada, ante la imposibilidad de airear abiertamente los atavismos, frustraciones, recelos y desasosiegos producto de la contienda bélica, la miseria, la represión y el aislamiento tanto dentro como fuera de las fronteras. En tal sentido, el hecho de haber sido rodado el film íntegramente en interiores, es alegórico del olor a cerrado que se respiraba en la España de los años cincuenta y acentúa los porqués del cuadro clínico inestable presentado por la protagonista.
Trailer Musarañas
“La pesadilla de mi hermana Montse empezó el día que murió mamá”, prosigue la voz en off de Nia, en la escena donde el padre toma la cruz que la amortajada tiene entre las manos y se la pone al cuello con las palabras “esta cruz la llevaba tu madre el día que nos casamos”. Tal gesto establece el cariz solemne de la diégesis y rodea la incógnita del desequilibrio de la joven, cuyo miedo visceral a los hombres la mantiene prisionera dentro de su propia casa, de donde tampoco querría que su hermana saliera nunca. Al observarla por la ventana despidiéndose de un muchacho el día que cumple 18 años, entra en un paroxismo que le lleva a ponerla de rodillas y obligarla a rezar el “Yo pecador”, mientras le pega en las manos con una vara diciéndole: “esto lo hago por tu bien. Los hombres son instintivos. Solo quieren una cosa de ti. Pueden hacerte mucho daño”.
Esta conducta, frecuente en quienes han sufrido experiencias traumáticas, puntea los encuadres donde estatuillas de la Virgen, pinturas de escenas bíblicas, crucifijos y estampitas del Sagrado Corazón atestiguan el caudal de abusos, asesinatos, tortura psicológica y violencia física que moviliza la acción. Ello establece la conexión entre intolerancia y catolicismo sectario, de amplias resonancias durante el “Tiempo de silencio” —tan caro a la novela de Luis Martín-Santos—, que rigió el comportamiento de las generaciones de postguerra, especialmente dentro de los sectores más vulnerables: las mujeres y los niños.
“No vales para nada. Ni para enamorar a un tullido. ¿Te das cuenta pequeña?” “No soy tu pequeña. No soy tuya”. “Claro que eres mía. No puedes librarte de mí”. Este imaginario diálogo entre Montse y el padre, quien se le aparece repentinamente como un espectro entre las sombras de las habitaciones, condensa la sujeción de la mujer a la voluntad masculina que el franquismo fomentó, apoyado por la Iglesia y la Falange a través de la Sección Femenina; una rama del partido, encargada de la formación de las jóvenes dentro de la fe, la ideología fascista y la obediencia al páter familias. Tres “virtudes” que la película subvierte para denunciar los males de una sociedad viciada, ante la imposibilidad de airear abiertamente los atavismos, frustraciones, recelos y desasosiegos producto de la contienda bélica, la miseria, la represión y el aislamiento tanto dentro como fuera de las fronteras. En tal sentido, el hecho de haber sido rodado el film íntegramente en interiores, es alegórico del olor a cerrado que se respiraba en la España de los años cincuenta y acentúa los porqués del cuadro clínico inestable presentado por la protagonista.
El asfixiante clima interior con sus emblemas sacros, si no fascistas ciertamente absolutistas y extremistas, espejea el ambiente exterior igualmente enrarecido; y donde los emblemas políticos cobraron visos amenazantes, pues amordazaron al pueblo obligando a los disidentes a desenvolverse en la clandestinidad, dentro de un contexto de violencia institucionalizada por el Estado. Un contexto, en que las mujeres y los niños fueron víctimas colaterales por su condición de desigualdad y su posición de servitud con respecto al hombre quien, seguro de su indiscutible autoridad, exigía, decidía e imponía, aún desde el más allá.
El poder de lo masculino dentro de la familia se refrenda con las apariciones del padre muerto en momentos clave para humillar a su hija. La primera vez, acusándola de no haber ido al cementerio a ver a la madre, fallecida de parto al concebir a Nia. La segunda, prohibiéndole salir a la calle por estar de luto. Y la tercera, achacándole su incapacidad para seducir a un hombre, pudiendo entonces reafirmar su poder sobre ella tanto mental como físicamente.Y si Montse es propiedad del padre, esta pretende que Nia lo sea de ella; si bien la hermana menor, nacida con la primera generación de mujeres puestas a desafiar las estructuras patriarcales, no está dispuesta a ser esclava ni del Señor ni de Montse. Por eso tira bajo la cama el crucifijo y se vuelve contra la mayor, no solo alegórica sino realmente cuando, con Carlos, entra en la diégesis una presencia masculina de carne y hueso.
El joven y atractivo vecino del piso de arriba la descubre dormida en el rellano, tras una pelea con la hermana, y la cubre con una manta, quedando indeleblemente impresa en él cual una imagen de belleza que lo seduce instantáneamente. Pero la intervención de Montse desviará la acción hacia lo monstruoso, cuando lo convierta en su presa al tocar a la puerta buscando ayuda, como consecuencia de haberse caído por las escaleras. Abre y, al verlo sangrar, la cierra rápidamente; no tanto por la sangre sino por el sexo del intruso. Aunque al mirar un cuadro sobre la pared cercana, donde se observa a Jesucristo auxiliando a un necesitado, vuelve a abrirla y lo encuentra inconsciente en el suelo.
Aquí, el influjo de la religión sobre Montse, su temor al hombre y su comportamiento violento llegan a un punto álgido, al haber ella encontrado en Carlos a la presa que necesitaba para potenciarlos. De hecho, el resto del film girará en torno al joven, inmovilizado en una cama por su pierna rota y la morfina que le administra con la comida para mantenerlo drogado. Solo la presencia de Nia, acompañándolo y reconfortándolo sin sospechar las maquinaciones de la hermana, lo mantendrá alerta e impedirá que sucumba completamente a los propósitos de esta, inmersa en un pavor atávico, pero estimulada sexualmente por ese obscuro objeto del deseo. Horror y lujuria se aunarán, entonces, a su rivalidad con respecto a Nia por las atenciones del prisionero, quien la llevará a estrechar los lazos psicológicos entre placer y muerte, no desde el orgasmo como la “pequeña muerte” de Georges Bataille, tal cual habría querido, sino desde una “fijación erótica” onanista deslastrada, no obstante, de las memorias del padre, al descubrirle una feminización que había permanecido enterrada bajo el trauma.
“Con Carlos me siento como una mujer normal”, le confesará a Nia, aun cuando la indiferencia del hombre y su acercamiento a la hermana desencadenarán al animal que habita en ella. Esas musarañas o “pequeños roedores que escarban largas cuevas bajo la tierra, lejos de los demás animales. Son de costumbres solitarias y algunas tienen glándulas venenosas para inmovilizar a las presas más grandes”, tal cual definirá la voz en off de Nia, una vez que el ciclo de espanto y crimen se haya cerrado. Al verse excomulgada, es decir, imposibilitada para fundirse con el cuerpo y la sangre del amado en una profana eucaristía, Montse saldrá de su madriguera y desencadenará las memorias traumáticas, aletargadas bajo el efecto de la morfina que también ella consume para anestesiar el horror, sumergiéndose en una cruzada contra lo masculino y sus admiradoras.
Una de ellas será víctima circunstancial del espanto: la novia de Carlos quien, al enterarse por Nia de que este se encuentra en su casa, irá a buscarlo; si bien Montse la asesinará apenas entre a la habitación del prisionero, y luego empezará a descuartizarla para esconder sus restos en las paredes del apartamento tal cual hizo con sus otros fantasmas, en una implosión temporal donde se entremezclan los sucesos y se confunden los sentimientos. Ello, espejeando el film de Don Siegel “The Beguiled” (1971) que los cineastas reconocen como una de sus influencias; en el modo como lo femenino arma un cerco de rivalidades, celos y deseos en torno a lo masculino atrapado en su filigrana, y que acaba siendo sacrificado para permitirles a ellas reclamar su subjetividad a fin de sobrevivir a la destrucción. La inmolación del objeto de deseo garantiza entonces la preservación de un espacio libre de intrusiones masculinas, en el cual sentirse seguras para seguir cuidando de sus miedos más íntimos producto del acoso de un otro voraz y aniquilador.
Ese otro, en la raíz del dolor y los desequilibrios de Montse, tendrá aquí un peso específico mayor, al ser el padre mismo el culpable del abuso. Un abuso, del cual hubo además un fruto que también fue sacrificado, engrosando la lista de cuerpos empalados cuyas manos como las de las alucinaciones de la protagonista de “Repulsion” (1965) de Roman Polanski, parecieran surgir de las paredes para reclamarla. Carlos, por su parte, intentará escapar del cerco donde yace cautivo psicoanalizando a su carcelera, en un monólogo donde le descubre el rol que el fanatismo místico tiene en su imposibilidad para verbalizar el daño. El shock de verse cara a cara consigo misma en el espejo del otro, y en presencia de Cristo observándola desde un retrato en la pared, rompe las cadenas que la hacían prisionera de sí misma, y le dan la fuerza para contarle a su hermana los porqués del pánico al hombre y de su imposibilidad para cruzar el umbral de aquel apartamento convertido en tumba.
La escena de la confesión, también presidida por un retrato pero de los padres, dará sentido a las pistas que la diégesis ha ido dándole al espectador a lo largo del film. El encuentro de la verdad tendrá la densidad de otras confidencias entre hermanos, en lo que al encuentro sexual con el padre respecta, como la de Pablo y Tina en “La ley del deseo” (1986) de Pedro Almodóvar. Aquí, sin embargo, no se desplegará desde la monotónica develación de Tina, cuya transexualidad vino motivada por la necesidad de agradar al padre en su papel de amante consensuada, sino desde el drama de la violación del progenitor, al él “confundir” a Montse con la esposa —algo que Laberinto de pasiones (1982) del mismo Almodóvar enfocó desde la irrisión y el exceso en el personaje de Queti.
“La muerte de mamá lo cambió todo. Cambió a papá. Enfermó de amor. Se empeñaba en recordarla en cada detalle, en cada cosa, en cada persona; especialmente en su hija mayor, que cada día se parecía más a la esposa y me confundía con ella”, le confiesa Montse a Nia, desde una lucidez producto de la conversación con Carlos sobre la verdad, y de la agudización de los sentidos como consecuencia de haber sido víctima de aquel inenarrable terror. Pero al rebelarse para revelarse, Montse logra romper las cadenas psicológicas que la sujetaban sumisamente al padre, tras haber acabado con la sujeción física cuando lo envenenó al darse cuenta de que empezaba a interesarse peligrosamente por Nia.
Este crimen quedará finalmente expiado, una vez Montse lo haya verbalizado ante la hermana quien, espeluznada, romperá los símbolos de conformación a su suerte impuestos a la mujer del franquismo, con quien no se identifica dado el aún inarticulado feminismo de su generación, y abrirá los sepulcros ocultos tras las paredes buscando exponer abiertamente lo furtivo y clandestino del comportamiento de su progenitor en, entre otros espantos, el cadáver del hijo producto de aquella profanación. “Abusó de mí durante años. Yo te leía pasajes de la Biblia para que te durmieras pronto y no escucharas lo que ocurría en mi habitación”, prosigue Montse, acabando de demoler las últimas inseguridades de Nia, y afirmándola en su resolución de liberar a Carlos de un encierro hecho más nauseabundo por el drama aireado a pocos pasos del cuarto donde permanece inmovilizado. Algo que el film abordará mediante la lucha entre dos modos de entender lo femenino, en su relación con lo masculino, dentro de las directrices del cine de género como vía de escape para liberar la voz que había permanecido reprimida por el hombre.
En tal sentido, la de Montse se escuchará desde el único lugar donde podía escucharse durante el franquismo, es decir, la casa en conexión con el Estado, cuya intolerancia se reafirmaba en la mujer al someterla al control patriarcal. Pero al aniquilar al padre, ella se apropia de su voz, desvirtuando la imagen ideal de feminidad según la cual debía negarse a sí misma para poder sentirse plena; y, por ende, desafía, desde ese hogar-cárcel, los dictados del régimen, simbolizado por un progenitor tan devastador como el régimen mismo. La de Nia, por su parte, se escuchará desde la calle, de la cual se ha apropiado mediante una mirada que, siguiendo la de las mujeres nacidas con la postguerra, ya no percibirá como la de su hermana el afuera desde la protección de unas cortinas, sino que se identificará con quienes, teniendo una manera más abierta de mirar, han dejado la ventana para bajar a la calle a fin de rebelarse contra los dictados del patriarcado tanto dentro como fuera de la casa.
Al rescatar a Carlos de su encierro y, tras una violenta pelea con Montse, lograr sacarlo de la casa, Nia ganará igualmente el control sobre sí misma que, desde la desaparición del padre, estaba en poder de la hermana. La última secuencia, donde los jóvenes sellan con un beso el agradecimiento de tenerse y ella entra a la casa para consolar a Montse, signará la desaparición del terror y la ruptura con el pasado, quedando el final abierto para que sea el espectador quien responda, desde el lugar de sus propios prejuicios y ansiedades, a los interrogantes aquí planteados con respecto al futuro de los protagonistas.
La película de Juan Fernando Andrés y Esteban Roel describe las consecuencias de largo alcance para la víctima del abuso infantil, y expone las disfuncionalidades de instituciones puestas a ejercer un férreo control social sobre las voluntades de los más débiles. Iglesia, Familia y Estado constituyen aquí un trinomio triplemente devastador para las protagonistas pues les ha usurpado el derecho a ser, llevándolas a una espiral de violencia donde no solo el responsable, sino seres inocentes —la novia de Carlos, una clienta y su hija, el bebé producto del incesto— han sucumbido al fanatismo de los otros, llenando una página más en el catálogo de intransigencias con que, quienes detentan el poder, satisfacen sus turbias agendas. Ello, en una coyuntura histórica donde la Iglesia está siendo investigada, no solo por abusos sexuales sino por corrupción financiera; la Familia se desintegra entre los vapores tóxicos de relaciones viciadas; y, para hablar solo del caso español, las estructuras democráticas del Estado se hallan seriamente comprometidas por el incremento de los ultranacionalismos, populismos y separatismos como consecuencia de las intransigencias de los distintos sectores y agrupaciones políticas, culpables de manipular la voluntad de los ciudadanos.
Ante este panorama, el cine iberoamericano mantiene una posición crítica y combativa contra el statu quo, dentro de unos parámetros elásticos y flexibles donde todo cae y todo cabe y nadie sabe muy bien ni de dónde viene ni hacia dónde va, a la vista del proceso de disgregación reinante y la falta de perspectivas de futuro, especialmente para las nuevas generaciones. Algo que en Hispanoamérica se observa en los absolutismo políticos y la polarización social entre pobreza y riqueza extremas, llevando a muchos jóvenes a emigrar o caer en los submundos de la desesperación; y en España, gracias a la red de protección ofrecida por los servicios sociales y una economía mejor apuntalada, les permite postergarse en una situación de dependencia indefinida donde las responsabilidades del mundo adulto siguen estando en manos de sus mayores.