Este reciente filme del director manchego oscila entre el melodrama telenovelesco y la irrisión de la memoria histórica, mediante un argumento donde Janis (Penélope Cruz) y Ana (Milena Smith), dos madres primerizas, descubren que sus hijas fueron intercambiadas al nacer. El hecho de que el bisabuelo de Janis fuera desaparecido durante la Guerra Civil española, le da pie al realizador para hacerse con un tema que, en el manierismo propio de su estilo, pierde la carga de seriedad para caer en lo banal y panfletario.
El personaje de Arturo (Israel Elejalde), arqueólogo forense y padre circunstancial de la hija de Janis le sirve al director para conectar ambas historias, haciendo uso de la copiosa literatura reciente sobre estos temas en España. Reproducción asistida, maternidad y feminismo, el síndrome del postparto, por un lado; y el uso y abuso del drama de los represaliados y fusilados a manos de políticos y tecnócratas, por el otro, se mezclan aquí en un superficial pastiche que artificializa el trabajo actoral, restándole credibilidad a la diégesis.
Los quiebres temporales, raccontos y juegos gratuitos de planos y contraplanos densifican el argumento y dejan sin resolución muchas escenas, lo cual descoloca al espectador enfrentándolo a eventos sin desarrollo ni razón alguna. En tal sentido, las escenas amorosas entre Janis y Ana, por ejemplo, mostrando un repentino lesbianismo, entran improvisadamente en el guion y desaparecen dejando en el aire la relación. Una relación retomada, ahora ya como amigas solamente, al final de la película, que las encuentra felizmente ajustadas a una nueva realidad, donde Janis y Arturo ensayan una vida como pareja y Ana llega al pueblo, en el que se reúnen todos los personajes para presenciar la apertura de las fosas de los fusilados, satisfecha con su papel de joven madre soltera.
Y aquí es interesante destacar la manipulación emocional del film visible en la teatralización de esta escena; con el pueblo entero y los protagonistas al frente dirigiéndose a las fosas, encabezados por una actriz tan representativa del kitsch almodovariano como Rossy de Palma (Elena), la amiga, confidente y jefa de Janis en la agencia publicitaria donde esta trabaja como fotógrafa freelance. El plano cenital puesto a cerrar la película, con los personajes acostados dentro de las fosas reproduciendo las posiciones como quedaron los cadáveres al ser lanzados, constituye el sumun de la simulación y frivolización del tema de la memoria histórica, al privilegiarse el narcisismo de la cámara sobre la gravedad del drama concerniente a este oscuro episodio de la Historia española.
Otras producciones como “Tacones lejanos” (1991) donde el tema de la maternidad centró igualmente la acción, esta vez desde la conflictiva relación entre madre (Marisa Paredes) e hija (Victoria Abril), tuvo un desarrollo mucho más logrado, dado lo acertado del tratamiento de la historia tanto a nivel actoral como directoral. La maestría e intensidad de las interpretaciones de las protagonistas fue muy superior, y la cámara del director supo captar con gran acierto la atmósfera de desesperanza y aprensión conducentes al clímax dramático. Un clímax que Madres paralelas nunca alcanza, quedando más bien el nudo argumental sumergido en un anticlímax, con una Janis sobreactuada y una Ana infra actuada, lo cual negó todo posible rapport entre ambas.
La película se sitúa en 2016 y se abre con un montaje de primeros planos de Janis en una sesión fotográfica con Arturo, donde se muestra la falta de apoyo económico del gobierno del entonces presidente Mariano Rajoy a la memoria histórica. Con ello Almodóvar pareciera asentar el tono crítico del film y la importancia del registro fotográfico (el bisabuelo de Janis era también fotógrafo) dentro del el argumento. Sin embargo, tras un encuentro posterior entre ambos donde Janis queda embarazada, la película se mueve hacia el tema de las madres solteras (Janis y Ana comparten habitación en la clínica donde van a dar a luz) y los pormenores del parto.
Ello queda enfatizado con la introducción dentro de la diégesis del fragmento de un monólogo de la obra de Federico García Lorca “Doña Rosita la soltera, o el lenguaje de las flores” (1935), interpretado por Teresa (Aitana Sánchez-Gijón), la madre, también sola, de Ana, con quien esta tiene también una relación conflictiva, aunque poco explorada y sin resolución alguna. La película se devuelve entonces hacia Arturo al recibir la noticia del embarazo de Janis, y a su propio dilema al saberse un posible padre fuera del matrimonio cuando la esposa estaba luchando contra un cáncer.
A partir de este punto, la película entra en una espiral telenovelesca de sobreentendidos y malentendidos donde el tema racial actúa como detonante; pues la supuesta hija de Janis, de rasgos mestizos, no tiene lugar en el árbol genealógico de esta, a no ser por el padre a quien ella nunca conoció: “un venezolano de ojos rasgados, muy guapo”. Argumento que no convence a Arturo y acaba por llevar a Janis a sospechar de la niña. Al hacerse la prueba de maternidad y descubrir que no es hija suya, cae en cuenta del cambio con la hija de Ana, pero al reunirse con ella esta le informa que la niña ha muerto repentinamente.
El doble trance de Janis queda paliado momentáneamente con la mudanza de Ana a su casa, iniciándose la educación sentimental de la joven, desde un neofeminismo (“We should All Be Feminists”, reza la camiseta de Janis mientras le enseña a preparar una tortilla de patatas) que busca ser comprensivo pero queda inscrito como “falsedad bien ensayada”, cual rasgo distintivo de la estética almodovariana; si bien no tiene aquí la riqueza léxica, el nervio y la soltura característicos de otras películas como “La ley del deseo” (1987) y “Mujeres al borde de un ataque de nervios” (1988).
La hibridez de “Madres paralelas”, a medio camino entre la cinematografía del compromiso y el woman’s film, tampoco contribuye a darle convencimiento a unos temas siempre espinosos y controversiales, especialmente el de la memoria histórica. Enmarcar esta producción dentro de la misma no añade sino más bien sustrae, especialmente para un espectador ajeno o poco informado; si bien contribuye a publicitarla, pero de manera tergiversada, lo cual podría resultar perjudicial para las asociaciones dedicadas a rescatar del olvido a las víctimas de la guerra y el franquismo.
“Un día tienes que venir al pueblo para ver la casa donde vivíamos”, apunta confidente Janis, en tanto desgrana para Ana la historia familiar de las mujeres surgidas de los traumas de la guerra, las intolerancias y escaseces de la posguerra, y los excesos de la transición y el socialismo democrático. Ello buscó crear un puente intergeneracional, donde el regreso real o imaginario a lo primigenio e incontaminado en contraposición con lo urbano, fue más efectista que efectivo, a diferencia de otras producciones como “Entre tinieblas” (1983) y “Dolor y gloria” (2019). No extraña entonces que el personaje de Julieta Serrano, quien actuó en estos dos films, recobrara con su monólogo algo de la fuerza y viveza del mejor Almodóvar, al relatar la noche cuando se llevaron a su padre. Aquí el director se apropió de la memoria contenida en el episodio real del sonajero de Martín; el bebé cuya madre se llevó su sonajero cuando iba a ser fusilada, y que fue recuperado para él, 83 años después del magnicidio, al abrirse la fosa donde se hallaba el cuerpo de esta.
La falta de empatía entre Janis y Ana quedó expuesta en la escena del intercambio de confidencias, donde la seducción de Janis por parte de la adolescente propició un encuentro erótico más forzado que deseado, dada la ausencia de química sexual entre ellas. El film insistió sin embargo en articular una relación de pareja con sus altibajos, celos y actitudes posesivas; especialmente de Ana, contrarrestadas por Janis al ilustrarla, no solo en las labores de la casa sino en cuanto a su desconocimiento del tema de la memoria histórica. “Hay que mirar al futuro, lo otro solo sirve para abrir viejas heridas”, asentará esta. “Parece que en tu familia nadie te ha explicado la verdad sobre nuestro país”, sostendrá Janis, conminando a Ana a un compromiso social y político del cual no quiere participar, más allá de su sentido dentro de la relación. Al Janis confesarle entonces la verdad acerca de sus respectivas hijas, la película se sumergirá en el melodrama, pero deslastrado de la agudeza e ingenio desplegados en producciones igualmente dirigidas a mostrar las tensiones de los hilos afectivos, como “Todo sobre mi madre” (1999) y “Volver” (2006).
La última parte de “Madres paralelas” dejará Madrid por el pueblo de la familia de Janis, quien ha retomado su relación con Arturo quedando nuevamente embarazada, y enmendando puentes con Ana. El síndrome de familia feliz se equiparará a los protocolos de demarcación, excavación y reconocimiento de cadáveres en las fosas, ahondando, nunca mejor dicho, en el pastiche amoroso-sociopolítico.
La contraposición del travelling sobre los restos de los fusilados con el de los familiares y vecinos observándolos al borde de la fosa acabará en un plano fijo de la hija mestiza de Ana. Ello cerrará el film con una nota que busca ser solidaria, multicultural e inclusiva pero adolece de la naturalidad y espontaneidad necesarias para hacerla creíble. Los dos planos picados de los asistentes acostados en el lugar donde estaban los cuerpos seguidos por el cenital abrazando el conjunto antes del fundido final, en su manierismo y efectismo ofenden más que apoyan la causa de la memoria histórica, injuriando a las víctimas e irrespetando a sus descendientes: el corolario de una película que no suma sino resta, tanto a las complejidades de la maternidad como a los desgarros y horrores sufridos por los represaliados de la guerra y el franquismo.

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