Una película considerada entre las mejores del cine mexicano; en la que se explora, una vez más, la más grande de las tradiciones de México, el culto a la muerte y su interacción con los seres humanos.
Macario es un pobre hombre que junta leña en el monte y la vende en el pueblo para darle sustento a una numerosa familia. Su máximo sueño es poder comerse un guajolote el solo sin darle a su familia. Por azares del destino, logra su cometido y escapa al monte para comer solo, encontrando diversos personajes, quienes le piden un bocado; pero, es a la muerte a quien invita a comer. La muerte, para agradecer el gesto, le otorga el poder de predecir y prevenir que alguien muera. Este poder le trae riquezas y fama; sin embargo, el clímax de la cinta dista mucho de lo que el espectador espera.
El director Roberto Gavaldón (La diosa arrodillada, 1947; El gallo de oro, 1964) elige una historia que bien representa el folclore mexicano y su fascinación por la muerte; llevando el blanco y negro de la cinta al retrato de miseria de la vida rural mexicana de mediados del siglo XX. La fotografía, los paisajes y las locaciones sumergen al espectador y lo hacen compañeros de aquel que busca un minuto de felicidad en su infinita miseria. Las limitaciones del blanco y negro sólo hacen el ambiente más sórdido, logrando hacerlo parte de la historia, verla a color reduce el impacto de la historia.
El reparto no podría estar mejor elegido, Ignacio López Tarso (La sombra del caudillo, 1960; El hombre de papel, 1963) con el papel principal lleva a Macario a un nivel que atrae al espectador por su soltura y naturalidad; actores de la talla de Enrique Rambal (El mártir del calvario, 1952) o Enrique Lucero (Canoa, 1976; Las poquianchis, 1976) quien da vida a la muerte y le imprime un sello característico de lúgubre solemnidad, aún en algunas escenas que quisieran ser cómicas.
La historia es una oda a la tradición casi fetichista, que tiene el mexicano, con la muerte y las cosas paranormales. La cinta lleva al espectador por un viaje a lo que sería un encuentro con aquello a lo que llegaremos todos algún día y que muchos temen. Magníficamente llevada y narrada, no hay momento en que se sienta floja o que caiga en un bache; la película fluye a un ritmo, no vertiginoso, pero constante y el clímax es una buena decisión del director.
El cine mexicano de los 50’s se caracteriza principalmente por enaltecer la vida rural del país y mostrar su riqueza en tradiciones; no obstante, se llega a caer en la crudeza y el morbo con otras cintas que no demeritan su valía. El cambio radical en los 60’s y 70’s hacia dos grandes tendencias; cintas puramente comerciales, para hacer dinero y entretener o películas que querían mostrar la parte sórdida de un México subyugado por una política represora que solo mostraba el lado bonito.
Macario es digna de verse, no solo por su contenido, sino por su valor fílmico y narrativo que demuestra que no solo el cine con grandes efectos especiales es digno de verse; una historia que se puede contar de manera espectacular a nivel de suelo.

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