Por Alejandro Varderi
La ceremonia de este año pasará a los anales de la Academia como la
más suigéneris, no solo por las circunstancias de su realización,
producto de la emergencia global del Covid-19, sino por la falta de
motivación de los participantes. Algo que pudo apreciarse en la
banalidad de los discursos de aceptación, llenos de lugares comunes y
slogans panfletarios dirigidos a “contentar” a las minorías étnicas.
Como si Hollywood hubiera querido meterlas a todas en el mismo saco y
darles las estatuillas en grupo ahora, cuando prácticamente nadie ha
visto las películas premiadas, y mucho menos en la gran pantalla, en un
acto con muy poco público y menos televidentes aún.
Efectivamente, la joven realizadora china Chloé Zhao obtuvo con
“Nomadland” una doble estatuilla, por dirección y mejor película, en
tanto que la actriz coreana Youn Yuh-jung se hizo con el premio a la
mejor actriz secundaria por “Minari”, dirigida por el realizador
norteamericano de origen coreano Lee Isaac Chung. Por otra parte, el
actor británico de origen ugandés Daniel Kaluuya, recibió el Oscar como
mejor actor secundario por su trabajo en el film “Judas and The Black
Messiah”, dirigida por el realizador afroamericano Shaka King. Y el
productor y filántropo afroamericano Tyler Perry fue reconocido con el
Jean Hershold Humanitarian Award por su trabajo en pro de la infancia
necesitada.
Una parte de Union Station, la estación central de trenes
de Los Ángeles, se adaptó como espacio para la ceremonia, a la cual
solo asistieron los actores nominados, sentados en mesas espaciadas y
protegidos con mascarillas cuando no estaban en cámara. De hecho, la
producción del anémico espectáculo, concebida por el director Steven
Soderbergh, espejeó las ceremonias de las primeras décadas, cuando los
Oscars se daban en una sala de banquetes, con los nominados cenando en
mesas similares a aquellas.
Algo del acartonamiento de entonces se reflejó en el desarrollo de la
ceremonia, que en ningún momento fluyó espontáneamente sino más bien se
estancó desde el arranque inicial, con interpretaciones de las canciones
nominadas pregrabadas para restarle todo atisbo de naturalidad. Ello se
vio empeorado con la politización y la hipocresía de la llamada
“inclusión” que, por supuesto no es tal, pues la brecha entre la pobreza
extrema y la riqueza ilimitada sigue aumentando exponencialmente; tanto
como el racismo, la homofobia y el sexismo a nivel global.
Y es que
si en el pasado los Oscars constituían una oda al escapismo y la ilusión
cinemática, hoy son una tribuna donde vocear agravios y airear
rencillas a fin de generar otro tipo de ilusión: la de compasión hacia
quienes sufren injusticias por su color de piel, su sexo o su opción de
vida. Incluso las palabras de apertura, a cargo de la actriz
afroamericana Regina King acerca de las consecuencias de la pandemia,
adolecieron del tono esperanzador para quienes siguen sin tener acceso a
las vacunas o a las condiciones mínimas de sobrevivencia en sociedades
menos privilegiadas.
El poder mediático de las plataformas digitales se hizo igualmente
sentir en la selección de las películas nominadas, restándole
protagonismo a los grandes estudios. En tal sentido, Netflix lideró la
noche con 36 nominaciones repartidas entre filmes como “Mank” dirigida
por David Fincher, “The Trial of the Chicago 7”, dirigida por Aaron
Sorkin, y “Ma Rainey’s Black Bottom” de George C. Wolfe. “Nomadland” se
estrenó en Hulu, “Sound of Metal”, del realizador Darius Marder, premio a
la mejor edición y sonido, debutó en Amazon, y “Judas and the Black
Messiah” se difundió desde HBO.
Todo ello augura un futuro muy
distinto para el cine de Hollywood que deberá doblegarse a las
exigencias de la era digital para sobrevivir. Una realidad que la
pandemia ha hecho más tangible, al separar todavía más a quienes tienen
acceso a internet, y por consiguiente pueden trabajar a distancia y
vivir de manera virtual, de quienes deben salir a la calle para obtener
el diario sustento, con el consiguiente riesgo a enfermarse o perder sus
trabajos si no lo hacen.
“Nomadland” aborda muchas de estas
inquietudes en el devenir de los norteamericanos que subsisten como las
antiguas tribus nómadas, sin raíces y sin fronteras, moviéndose en sus
camionetas de uno a otro punto del país. Fern (Frances McDormand, Oscar a
la mejor actriz) pierde su trabajo en el sector industrial y decide
transformar su camioneta en casa para desplazarse a laborar donde la
contraten temporalmente, viviendo en comunidades con gente en
situaciones similares. Ello le permitió a la directora mostrar la
realidad de quienes existen en los márgenes del sistema, creando
vínculos emocionales pasajeros con aquellos que “reencontrarán en algún
otro punto del camino”, como indica uno de los protagonistas y
seguidores de esta manera de sobrevivir.
La combinación de lo
ficcional con lo documental, el uso de actores no profesionales y el
trabajo de cámara dable de contraponer las grandes panorámicas del
paisaje con los encuadres cerrados de la protagonista en su casa sobre
ruedas, le dio dinamismo al film y le permitió al espectador valorar lo
personal por encima de lo comercial. Así, el estreno de la película se
realizó al aire libre en una de estas comunidades y quienes allí vivían
fueron invitados a participar relatando sus personales experiencias,
junto a la directora y los actores. Ello generó un alto grado de
complicidad, enfatizado por el comportamiento de quienes estuvieron
involucrados en la película; especialmente McDormand, quien incluyó en
su hogar motorizado tazas, platos y demás mementos de su propia familia.
La
fuerza de la familia y su influencia en el comportamiento de cada uno
de sus miembros tuvo en “Minari”, ganadora del Golden Globe como mejor
película extranjera y nominada para los Oscars como mejor película, un
emotivo y personal desarrollo, de la mano de su director Lee Isaac
Chung, nominado como mejor director, quien revivió con ella su infancia
en una granja de Arkansas. El filme gira en torno a los altibajos de una
familia coreana trasplantada a la América profunda para dedicarse al
cultivo de hortalizas y hierbas de su país. El uso del coreano y el
inglés le dio a la producción una doble pertenencia, si bien no
profundizó en las diferencias entre las dos culturas; especialmente en
lo que a la percepción del otro se refiere.
De hecho, el racismo
norteamericano, especialmente en los Estados sureños, quedó circunscrito
a lo anecdótico, privilegiando más bien el film la interacción entre
los miembros de la familia. Aquí el poder de la pequeña historia y un
buen uso del humor fueron clave en el desarrollo de la diégesis. En
palabras del director: “Crecí sintiendo que los grandes obstáculos a
superar tenían más que ver con el hecho de sobrevivir unidos como
familia, y menos con las relaciones externas que teníamos con la
comunidad. El racismo existía y yo he experimentado algunos terribles
incidentes, pero cuando pienso en aquellos días, es más acerca de la
granja y las dificultades para llevarnos bien entre nosotros”.
La
contraposición entre las escenas exteriores y los planos interiores
activó la acción fílmica, permitiéndole a la audiencia confrontar sus
temores y luchas con el entorno, además de llevarla a devolverse a las
dinámicas personales con el grupo familiar y sus integrantes. Algo que
“The Father” —dirigida por el realizador francés y autor Florian Zeller a
partir de su propia obra de teatro— sintetizó en la relación entre un
padre con principio de demencia —interpretado por Anthony Hopkins, Oscar
al mejor actor— y su hija (Olivia Colman, nominada como mejor actriz
secundaria).
Zeller logró exitosamente trasladar su obra de las
tablas a la pantalla manteniendo la densidad de los diálogos y, en
especial, los monólogos del padre, obteniendo el Oscar como mejor guion
adaptado. El uso de la cámara omnisciente recorriendo desde el ojo del
protagonista las diferentes estancias del apartamento para orientarse
por el laberíntico mundo del inconsciente, creó la ilusión cinemática
dentro de una atmósfera de gran riqueza cromática, realzada por una
cinematografía que privilegió los colores cálidos para suavizar el
tránsito de la vida en plenitud, hacia lo desconocido de perder el
control sobre sí mismo. Algo que el mismo Hopkins sintió muy de cerca:
“supe cómo hacerlo pues ahora soy así de viejo. Tengo 83 años y entendí
muy bien el papel. Fue muy fácil de actuar”.
Otra película nominada
que giró en torno a una figura masculina fue “Mank”, con Gary Oldman
(nominado como mejor actor) en el papel de Herman J. Mankiewicz, cuando
este tuvo la responsabilidad de escribir, junto con Orson Welles, el
guion de “Citizen Kane” (1941). Los demonios internos del autor y su
cercana relación con Randolph Hearst (Charles Dance) y Marion Davis
(Amanda Seyfried, nominada como mejor actriz secundaria) son explorados
en un film que recupera el Hollywood de la época dorada.
El blanco y
negro de la cinematografía —que se hizo con la estatuilla—, la
profundidad de los encuadres, el uso del plano picado y los grandes
angulares espejean las técnicas de la película de Welles (interpretado
por Tom Burke), con quien Mankiewicz entró en disputa, pues sostenía que
había sido él quien escribió la mayor parte del guion (único Oscar que
se le adjudicó al film entonces).
Los raccontos al pasado le dan pie
al director para ubicar a Mankiewicz en el contexto que le permitió
escribirlo, disipando cualquier sombra de duda en cuanto a la autoría
del mismo. Su contacto con los dueños de los grandes estudios, su
cercanía a Hearst y Davis —siendo frecuentemente invitado a Saint
Simeon, la enorme mansión del publicista— y el conocimiento desde
adentro de los entretelones e intrigas de Hollywood, le proporcionaron
la experiencia que Welles, llegando de Nueva York a Hollywood por
primera vez no tenía, y sin la cual hubiera sido imposible escribir el
guion; pese a insistir Welles en ser el principal autor, traicionando
así la confianza que le había dado Mankiewicz.
Dos películas
igualmente nominadas que hablan de traiciones, aunque menos personales,
fueron “The Trial of the Chicago 7” y “Judas and the Black Messiah”. La
primera recrea la persecución de la cual fueron objeto siete prominentes
activistas, acusados de incitar a la violencia contra la Convención
Demócrata Nacional de 1968 en Chicago, por protestar contra la guerra de
Vietnam.
El film de Aaron Sorkin, autor también del guion nominado
para los Oscars como mejor guion original, mantuvo la tensión de los
choques entre el establishment judicial y los activistas, mediante una
intensa puesta en escena que enfatizó los juegos de plano-contraplano,
con un ágil trabajo de cámara especialmente en las escenas de
enfrentamientos entre la sociedad civil y las fuerzas represoras del
Estado. Una realidad muy actual, no solo en los Estados Unidos sino en
muchas otras naciones, ante el avance de los absolutismos y las
intolerancias contra todo aquel que no se doblegue a los designios de
quienes detentan el poder.
Los paralelismos entre el pasado y el
presente fueron expuestos muy verazmente en la composición de los
encuadres dentro y fuera de la Corte donde se juzgaba a los activistas,
con las cámaras de los noticieros, los manifestantes con sus pancartas
voceando sus consignas y los cuerpos de seguridad apertrechados tras sus
escudos y sus armas. O, en palabras del realizador, refiriéndose a
casos muy cercanos de represión, especialmente contra la gente de color:
“con los disparos contra Breonna Taylor y Ahmaud Arbery y la muerte de
George Floyd, las protestas disueltas con gases lacrimógenos y palos, y
acusaciones por parte del gobierno de tildar a quienes protestaban de
antiamericanos, anarquistas y comunistas cuando, en realidad son
patriotas”.
“Judas and the Black Messiah”, por su parte, centró la
traición de la cual fue víctima Fred Hampton (Daniel Kaluuya) a manos de
William O’Neal (Lakeith Stanfield, nominado como mejor actor
secundario), informante para el FBI, que buscaba deshacerse del
carismático líder de los Black Panthers por considerarlo “el mayor
peligro para nuestra seguridad nacional”. Como en “The Trial of the
Chicago 7”, esta película nos remite a un presente de brutalidad
policial, racismo y luchas de los grupos oprimidos por liberarse. Y aquí
es interesante destacar el papel tan importante que tuvo el movimiento
Black Panther para crear conciencia de raza y empoderar a la población
negra norteamericana, durante los turbulentos, pero positivos para las
minorías, años sesenta del pasado siglo.
El filme de Shaka King,
quien también coescribió con Will Berson el guion original nominado para
los premios Oscar, se devuelve a aquellos años e incorpora en la
diégesis material documental de la época, trayendo a nuestra
contemporaneidad la profunda división racial de un tiempo no tan lejano a
las décadas cuando se linchaba públicamente a los afroamericanos cual
si fuera un espectáculo. Simultáneamente, el film educa a las nuevas
generaciones y recupera el importante papel que tuvo la generación de
los años sesenta para que se le diese igualdad social y más
oportunidades de formarse a la población de color. Según King: “muchos
ven la película como una potencial herramienta para educar a la
generación más joven”. Algo que el mismo Daniel Kaluuya experimentó
cuando preparaba su personaje, pues sintió que “Fred estaba hablando a
través de mí. En ese momento estaba dándole poder a la gente”.
La
cuidada producción, el uso de los grandes primeros planos, una
fotografía que privilegió los claroscuros buscando recuperar la
lobreguez de los acontecimientos históricos, y una cinematografía muy
ajustada a la época, le dieron al film su poder de imantar la atención
de un espectador abierto a las diferencias. Una certeza que esta
ceremonia, vista y no vista, trató de transmitir, pero no logró. Nos
queda, sin embargo, un conjunto sólido de películas que abren camino a
un nuevo Hollywood, muy distinto al dejado atrás con la pandemia.