Por Alejandro Varderi

El clasismo como forma solapada de racismo se halla ampliamente extendido en Latinoamérica como consecuencia de las abismales discrepancias entre pobreza y riqueza, y de la ausencia de una amplia clase media que, con el lento crecimiento económico actual, ha ido más bien perdiendo poder adquisitivo. Por otra parte, la estructura piramidal, donde los grupos racialmente discriminados ocupan la base, profundiza la brecha social y fomenta las actitudes despectivas hacia quienes son vistos como inferiores siendo relegados a posiciones de subordinación.
“¿Se le olvidó que los empleados entran por la puerta de servicio?”, le pregunta irónicamente Bárbara, la hija del empresario Manuel Rico, a Lucho, el joven que viene a preparar la comida para su fiesta de cumpleaños, y a quien había conocido como enamorado potencial en el pasado, en la producción colombo-argentina “Malcriados” (2016) dirigida por el realizador colombiano Felipe Martínez Amador. Ello, como una manera de vengarse por un amor truncado y reafirmar, simultáneamente, la diferencia existente entre ambos.
El film de Martínez Amador, espejea el mexicano “Nosotros, los Nobles” (2013) de Gary Alazraki, basado a su vez en “El gran Calavera” (1949) de Luis Buñuel, demostrando que el tema de clase, con una vuelta de tuerca, ha estado presente por largo tiempo en el imaginario cinemático hispanoamericano. Tal vuelta de tuerca, es la trasposición de papeles entre pobres y ricos, que el cabeza de familia maquina a fin de hacerles comprender a sus consentidos hijos cómo vive la gran mayoría de la población a la cual ellos permanecen ajenos.

“Malcriados” se abre con la escena en una mansión, ubicada a las afueras de Bogotá, donde don Manuel se está vistiendo mientras Margarita, la empleada, le trae el desayuno al cuarto y le sugiere cambiar de corbata, pues la que escogió no combina con la camisa. “Era Elena la que siempre descubría estas cosas”, replica él, evocando a su esposa fallecida unos años atrás.
Se observa aquí la importancia de las personas del servicio en la cotidianeidad latinoamericana de las clases medias y altas, convirtiéndose muchas veces en el sostén emocional de familiares ausentes o inexistentes. El lugar de padres, conyugues, hijos, hermanos es ocupado por empleados quienes, no obstante, se mantienen en un plano inferior por su condición social y, muy frecuentemente, su perfil racial. Algo que el cine enfatizó en el premiado film de Alfonso Cuarón “Roma” (2018) donde Cleo, la empleada de extracción indígena, salva a los hijos de la señora de morir ahogados, pero su acción se olvida rápidamente cuando esta le pide regresar a sus labores.

El veto a acceder a los espacios privilegiados donde los valores vienen asociados al dinero, los apellidos y la etnicidad, que don Manuel les hace experimentar a los hijos al trasplantarlos a un ambiente humilde, termina cuando Alejandro descubre la verdad e inmediatamente vuelve a interesarse por Bárbara quien, a sus ojos, ha recuperado el estatus perdido. “Vine a rescatarte, a buscarte”, le dice, al presentarse de improviso en el nuevo hogar de los Rico y destapar el engaño. “Me hiciste usar ropa vieja de mi hermano. Eso no te lo voy a perdonar nunca”, le recrimina ella al padre, pese a que le lucía como si no lo fuera, saliendo seguidamente con su salvador de la casa, a fin de regresar a donde cree pertenecer realmente, y sin despedirse de Lucho con quien había empezado una relación donde los obstáculos de clase parecían haber quedado superados.
“Lucho, fue solo una noche... olvídese de eso”, le aconsejará, cuando vaya al restaurante a recoger sus cosas, ya plenamente reintegrada al milieu burgués; aun cuando el tiempo vivido entre gente trabajadora la llevará a cuestionar la validez del mismo, en un proceso de concientización del cual también participará Javi, al reunirse con los amigos del pasado y verlos desde la perspectiva del desclasado. “Lo único que les importa es el billete”, les recriminará, en el bar donde le han organizado un encuentro de bienvenida que, como es costumbre, esperan corra a cuenta suya.
Incluso Charly, a quien habían expulsado del colegio privado por estarse involucrando con la hija de uno de los accionistas, la rechazará al ver que se ha tatuado la cara del Che en el vientre para complacerlo. “Creo que será mejor que te vayas”, acabará diciéndole en un arranque de lucidez, al darse cuenta de la frivolidad puesta antaño por él y sus compañeros privilegiados en las consignas políticas de izquierdas, tras haber experimentado en carne propia los reveses e injusticias producto de las diferencias sociales.
Don Manuel, por su parte, desestimará tales diferencias ante los resultados de su experimento a la larga favorables incluso para él mismo, al haber ganado a unos hijos hasta entonces ajenos a su cotidianeidad, más allá de lo estrictamente monetario. La bulimia de Bárbara —“desde hace cinco años. Mi mamá me llevó al médico. ¿No te dijo nada?”— y la dislexia de Javi — “iba a terapia y todo. Tú la pagabas”—, hasta entonces insospechadas para él, lo llevan a re-conocerles y reconocer sus errores. “No hice otra cosa en la vida sino juzgarlos a ustedes para que fueran lo que yo quería que fueran. La verdad es que soy yo quien no es ni la mitad de lo que ustedes necesitan”, confesará, una vez los haya recuperado finalmente.

La moraleja de la historia, contada desde la perspectiva de quienes, aún en situación desfavorable, acaban empinándose por encima de las miserias propias y las de los otros, hace de “Malcriados” un film conciliador que, como su homónimo mexicano, ha tenido una recepción favorable, al abordar sin juzgar los males y prejuicios puestos a separar a los individuos, dentro de parámetros claramente clasistas y racistas, pero superables aquí gracias a la convivencia y la solidaridad familiar.
Esto quedará demostrado en la escena de la boda entre Bárbara y Alejandro quien, por acción conjunta de don Manuel, Javi y Charly, quedará al descubierto con todas sus componendas para chantajear al futuro suegro y hacerse con la fortuna de su novia. Cuando Lucho llegue a la capilla y tome el lugar del extorsionador en el corazón de la joven, se logrará alcanzar el elusivo ideal de tantos, pues habrá triunfando el amor sobre los prejuicios de clase.
Una resolución, cuya veracidad no es del todo creíble, aún para el gran público que, pese a ello, ha apoyado el film; quizás por haber encontrado en él la justificación a sus propias inadecuaciones y frustraciones, verbalizadas en este reflejo de la idiosincrasia colombiana donde, aun cuando solo sea en pantalla, los menos favorecidos pueden sentirse momentáneamente justificados, escuchados y resarcidos de los desagravios de quienes detentan el poder, amparados por las fallas en los organismos del Estado cuyo papel debería ser el de proteger a los más vulnerables.
Este “racismo institucionalizado”, ampliamente extendido en el mundo de habla hispana, actúa como dique de contención de la movilidad social y mantiene a los grupos étnicamente discriminados en la base de la pirámide. Ello ha sido explotado por las ideologías revolucionarias de izquierdas para azuzar el resentimiento de clase y apropiarse indefinidamente del poder, ejercido autocráticamente con el consecuente éxodo poblacional hacia áreas geográficas más democráticas. Un éxodo que ha sido blanco, nunca mejor dicho, de la xenofobia en los lugares por donde pasa y busca establecerse, revelado en comentarios tan intransigentes como el de Bárbara, pues pretenden cegar el entendimiento y fomentar un sectarismo a ultranza.
Las consecuencias de una manera tan estrecha de pensar se hacen palpables en la psiquis de la gente, que acaba siendo manipulada hasta quedar a merced de absolutismos destructores de las estructuras básicas y de las instituciones mismas, perdiendo la libertad de pensar y actuar de motu proprio.

Tal actitud alienta los supremacismos y fanatismos de quienes buscan marginar a todo aquel que no entre dentro de los parámetros por ellos impuestos, a fin de crear un “espacio imaginario blanco” que, en nuestra contemporaneidad, ha ido ganándole terreno a la democracia inclusiva, sustituyéndola por una autocracia exclusiva cuya agresividad es directamente proporcional al incremento de los éxodos, diásporas y exilios. Encubrir en vez de descubrir, dominar en vez de liberar, complicar en vez de facilitar son las estrategias esgrimidas para separar y desgastar, buscando someter y dominar para que no haya posibilidad de organizarse y contraatacar.
No obstante, las protestas en 2019 a lo largo de la América hispana, lideradas por jóvenes en su mayoría nacidos con el siglo, constituyen una potente forma de rebelar para revelar la situación de abuso, constreñimiento y falta de futuro con la cual se enfrentan. Si bien la “independencia individual”, producto de la virtualidad donde circulan como consecuencia de las nuevas tecnologías, dificulta la cohesión del mensaje y su proyección sobre las decisiones de un Estado represor, buscando acallar con la fuerza el clamor popular, que estalla sobre las calles tras haber sido armado desde el ciberespacio.
Volviendo al caso venezolano, solo las manifestaciones de enero de 2019 dejaron un saldo de 35 muertos y 850 detenidos, muchos de ellos menores de edad, en una semana de enfrentamientos, elevándose a casi un millar el número de presos políticos de acuerdo a los cálculos del Foro Penal. A estas se han sumado las protestas en el mes de octubre del pasado año en Ecuador, Panamá, Bolivia y Chile, donde la gente, pero en especial las nuevas generaciones, exigen cambios radicales dentro de las estructuras políticas, sociales y económicas. Unas estructuras, puestas a favorecer a los grupos que detentan el poder, perpetuando además comportamientos racistas y clasistas contra los cuales los milenaristas tienen tolerancia cero, pese a no haber encontrado todavía el camino más idóneo para combatirlo, más allá de una rebeldía generacional alusiva a los movimientos contraculturales de los años sesenta, en un espíritu de camaradería igualitaria que hace difícil predecir aún, si se mantendrá en el tiempo superadas las coyunturas del momento.
La última escena de “Malcriados” espejea este deseo de cohesión, en la fiesta para Bárbara y Lucho donde confluyen familiares, amigos y conocidos pertenecientes a sectores muy diversos de la sociedad colombiana, aunados en un mismo gusto por elementos afines de la cultura popular, donde el baile y la música construyen un puente generacional y social. Lo abierto del final no precisa, sin embargo, si el noviazgo entre Bárbara y Lucho terminará en boda, ni se detiene en el nuevo estatus entre patrón y empleada, cuando Margarita le pregunte a don Manuel: “¿y ahora usted y yo qué venimos siendo?” “No tengo ni idea Margarita... felices”, le responderá él, queriendo zanjar sin aludir, al espinoso asunto de las diferencias de clase.
Esta actitud no borra, aunque sí difumina, los problemas inherentes a la percepción del otro, al ubicarlos en un espacio “multifocal y más tolerante”, donde quienes se hallan en los estratos superiores se sienten cómodos y justificados, pudiendo entonces desplegar ante el otro una actitud paternalista y protectora dable de reconocerlo, aunque no de ubicarlo en el mismo nivel que el suyo. Siempre viéndolo por debajo fluirá la dinámica de dominación y subordinación, esgrimida por quienes se perciben por encima del grueso de la población, quedando por tanto exentos de compartir las penurias, producto de la brecha entre bienestar y malestar, y de las cuales los responsables eludirán reconocer su culpa, achacándosela mejor a la deficiencias de un sistema sobre el que pretenden no tener control, pues se halla arelado al proceso de conquista y colonización continental.
Poner la culpa de las desigualdades en procesos historiados es una estrategia sumamente atractiva porque evita asumir errores e idear mecanismos para corregirlos, lo cual beneficia a quienes, justamente, estarían en capacidad y de llevar adelante esta tarea; algo que no están dispuestos a realizar voluntariamente pues pondrían en peligro la posesión de unos privilegios sobre los que se asienta la validez de los procesos mismos donde se debate nuestra América.

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