Por Pedro García Cueto
El cine español tiene también un prestigio cuando afronta, a través de la calidad, un mundo de esfuerzo y tesón. La película El prado de las estrellas (2007) dirigida por Mario Camus, es un buen ejemplo del coraje de un joven que se enfrenta al mundo del deporte, concretamente, al ciclismo, cuando decide participar en carreras.
La bicicleta se convierte aquí en metáfora del esfuerzo, es impresionante ver a los ciclistas subir los picos de Europa, por ejemplo. Si hay un deporte, donde el esfuerzo represente lo máximo y se pueda ver el coraje, es, sin duda alguna, el ciclismo.
La historia de la película transcurre en Cantabria, donde vive Alfonso (interpretado por el gran Álvaro de Luna), este es un hombre humilde de campo, jubilado, que perdió a sus padres siendo niño y que fue cuidado por una mujer, Nanda. Esta se encuentra ahora en una residencia, en San Vicente de la Barquera y Alfonso acude a visitarla a menudo, agradecido por todo lo que ella hizo por él. Un día aparece en el pueblo un muchacho montado a una bicicleta. Es Martín (Óscar Abad), hermano de Luisa (Marián Aguilera), la enfermera de la residencia donde se halla Nanda. Alfonso habla a Luisa para que le proporcione el contacto de Martín. Cuando ya lo conoce y sabiendo su pasión por la bicicleta, le sugiere que se presente a carreras juveniles para que llegar a ser profesional.
Con estos mimbres, Mario Camus filma una bella película en un paisaje maravilloso, de montañas y de verdes prados, donde la historia de estos dos seres humanos, uno ya casi anciano y el otro tan joven, se eslabona para llegar a la emoción y a la importancia de la amistad generacional.
El personaje de Martín, como ya comenté, lo interpreta Óscar Abad, por aquel entonces ciclista juvenil. El joven de Corrales de Buelna fue uno de los elegidos por el exciclista y exdirector cántabro José Antonio González Linares para el casting de la película y Mario Camus optó por él para la cinta.
Óscar Abad no llegaría a ser profesional, aunque llegó a competir en sub23 en varias competiciones. El chico está muy bien en la película, pese a no ser un actor dota a su personaje de frescura y de autenticidad y demuestra que la nobleza y el coraje es lo más importante para conseguir las metas que uno se propone en la vida.
Lo más bello de esta película son las escenas en que Mario Camus filma a la bicicleta por la montaña cántabra, dando mucha importancia al sonido, ya que escuchamos el chirrido de los frenos, el movimiento de la cadena y de los cambios, a la vez que la estela del viento se oye al paso del pelotón. Todo ese universo tiene un sentido metafórico, ya que la bicicleta representa el esfuerzo, está unida al ser humano para vencer las inclemencias del tiempo atmosférico.
La importancia del talento es esencial en la película, en los diálogos entre Alfonso y su amigo Tasio (interpretado por José Manuel Cervino), este último, exciclista. Ambos ayuden a Martín a enfrentarse al mundo que lo rodea, le aconsejan, son sus maestros, pero no coartan sus decisiones, sino que le piden que sea libre y que decida lo mejor para él. La interpretación de estos dos veteranos actores dota a la película de autenticidad, ya que ambos demuestran su talento en sus maduros personajes.
No hay que olvidar la dulzura de Marián Aguilera, muy natural como la enfermera de la residencia y hermana de Martín. Sin olvidar a actores como Rodolfo Sancho y Antonio de la Torre que están geniales en sus papeles. Como todos sabemos, de la Torre iniciaría después una carrera llena de talento y de premios.
En la habitación de Martín aparece la foto de Óscar Freire con su maillot arcoíris, porque también son importantes los referentes de grandes ciclistas para el joven. Óscar Freire es un exciclista que cosechó grandes victorias del ciclismo en ruta.
Es importante la simbiosis naturaleza-ser humano, porque desde el principio de la película la naturaleza es protagonista y los estados de ánimo de los personajes principales se reflejan en las montañas de Cantabria. La película es un canto a la hermosura de un paisaje que penetra en Martín, porque se siente pleno cuando pedalea por esas montañas, cuando se enfrenta a otros ciclistas en la carrera.
El final no será afortunado, ya que Martín tiene un grave accidente cuando pedalea en la competición y logra destacarse del pelotón. El accidente llega cuando este choca con una moto de la televisión, lo que pone en evidencia el peligro que supone acercarse mucho a los ciclistas en la carrera, tanto por parte del público como de los periodistas.
Nos queda la belleza de ese paisaje, de las escenas de pedaleo, la amistad entre Alfonso y Martín. Se trata de una bella película que nos habla de coraje, de talento y de afecto. La cámara de Mario Camus (un gran director que siempre recordaremos por su hondura en Los santos inocentes), filma a seres de gran nobleza en un paisaje que es también protagonista de esta historia llena de luz en un paraje de montañas. Como dice el título de la película, es un prado donde podemos ver las estrellas, las del cielo y las de los seres humanos que luchan por superarse siempre.
Cuando los héroes son dioses
La historia cuenta que en el Tibet en 1937 se busca al sucesor del Dalai Lama, que ha fallecido unos años antes. Será el regente Retting Rinpoche, quien encuentre en una familia campesina a un niño de doce años que cumple con los requisitos. Reconocido como el nuevo Kundun o Dalai Lama es trasladado a la capital para ser instruido, sin que ello signifique la separación de sus padres y hermanos.
Se trata de la película Kundun (1997), dirigida por Martin Scorsese. A lo largo de la película veremos cómo el ascenso del comunismo chino atenta contra los tibetanos y contra el Dalai Lama, ya que China considera que el Tibet le pertenece. Con el escenario de la Segunda Guerra Mundial de fondo, la película sobresale por su fotografía y su especial belleza, haciendo de los silencios otro elemento fundamental de la mirada del joven Kundun. Debido a las presiones de China que quiere apoderarse de todo el territorio, el joven Dalai Lama tendrá que abandonar definitivamente el Tibet, cuando los chinos bombardean la ciudad de Lhasa.
Con estos mimbres, asistimos a una apasionante historia basada en hechos reales que Scorsese filma con serenidad, con lentitud en algunas ocasiones para que podamos sentir el universo del Dalai Lama y sus silencios espirituales. Esta lentitud, solo en ocasiones, contrasta con el ritmo nervioso de otras películas del genial director de procedencia italoamericana.
Según las propias declaraciones de Scorsese, sus primeros recuerdos sobre el Tibet remontaban a los años cincuenta, cuando tuvo ocasión de contemplar la película Storm over Tibet (1951), donde el director, Andrew Marton, logró mostrar una gran cantidad de materiales documentales sobre el Dalai Lama. El interés de Scorsese por el tema del Dalai Lama vino cuando le concedieron a este último el premio Nobel de la paz en 1989. No obstante, el director tenía importantes compromisos que retrasaron el proyecto. A sus manos llegó el guion sobre el tema que había escrito Melissa Mathison, la guionista de ET, dirigida por Steven Spielberg en 1982 y que obtuvo el Oscar por ese guion y mujer de Harrison Ford.
Todo ello gravita en la idea de una película sobre el llamado Dalai Lama o Kundun. Por ello, se trabajó el guion de Melissa Mathison para mejorarlo y se buscó una productora para financiar la película. Ni la Universal Pictures ni Warner Brothers quisieron financiar la cinta, debido a que se trataba de una superproducción cara que pretendía contar con actores solo de origen asiático y además desconocidos, sin sus actores fetiches como De Niro o Harvey Keitel. Gracias a Mike Ovitz, el famoso agente que remontó el proyecto de La última tentación de Cristo (1988), el proyecto se llevó a cabo. Ovitz era el segundo ejecutivo en la línea de mando de la Walt Disney Productions. Otro problema añadido fue el tema de las localizaciones, ya que no se pudo rodar en Ladakh, en el norte de la India ni en Dharamsala, lugar de residencia del Dalai Lama, debido al silencio de la administración india y a la no respuesta a la solicitud enviada por Scorsese. Finalmente, se trasladó el rodaje a Marruecos, donde se había rodado La última tentación de Cristo, entre septiembre y diciembre de 1996.
La decisión de rodar en Marruecos supuso un abaratamiento del coste de la película y un incremento, por tanto, del tiempo de rodaje. Muy importante fue la fotografía de Roger Deakins, que trabajaba con Scorsese por primera vez, pero ya había trabajado en películas como Barton Fink y Fargo. Se contrataron a varios tibetanos exiliados, sin experiencia previa, para la película y el protagonista, debido a las diferentes edades que refleja la cinta, se centró en cuatro actores distintos.
La labor de montaje también fue complicada, confiada a Thelma Schoonmaker, gran amiga y montadora de películas como Toro salvaje, entre otras muchas, el montaje supuso un proceso largo. Al rodarse la cinta en Marruecos, Scorsese no podía ver los rushes hasta que llegaban a Estados Unidos, ocho días después. Allí daba sus impresiones en una cinta magnetofónica que escuchaba la fiel montadora y se ponían manos a la obra. Otro problema añadido fue político, las autoridades chinas, muy susceptibles sobre el tema del Dalai, protestaron varias veces por el rodaje de la película. Como producía Disney, los responsables chinos llegaron a chantajear a la productora, ya que había en el país muchos productos de la firma, con la intención de evitar cualquier crítica al régimen, lo que haría que se retirasen esos productos en un país tan grande, con grave perjuicio económico para Disney.
El mayor error de la película fue olvidar el contexto histórico, que aun estando presente es leve, frente a un esquema típico de Hollywood para atraer la película, condicionado quizá por la presencia en el guion de Melissa Mathison, que ya había creado un producto para masas como ET. La serenidad que plantea la película, la atmósfera relajada y feliz no se corresponde con la violenta realidad, donde el Dalai Lama tuvo que recibir muchas presiones y amenazas por parte del gobierno chino. La idea de Scorsese de detenerse en los silencios de un paisaje muy bello y realzar la espiritualidad del Dalai va en detrimento de lo convulsa que fue la historia en realidad.
Para la montadora, Thelma Schoonmaker, la idea de Marty fue reflejar un sueño, un mundo sin acción y por ello aparece en pocas ocasiones los hechos históricos y sí el mundo sereno y pacífico del Tibet. Hay mucho onirismo en la película, aunque veamos imágenes de cadáveres de monjes en plena represión por parte de los chinos, todo parece un sueño. La escena casi final cuando el Dalai Lama huye del Tibet y vemos a su escolta como si fuesen jinetes ya cadáveres también tiene ese tono onírico. Quizá la idea de Scorsese fue atenuar su habitual recurso a la violencia para hacer la película más apta a todos los públicos, ya que venía producida por Disney.
La película refleja la no violencia del pueblo tibetano frente a la violencia del pueblo chino en bellas imágenes, lo que aleja esta película del cine más habitual en Scorsese. Basada en hechos reales, Scorsese imprime un tono distinto al de la realidad, para que nos dejemos llevar por la serenidad de un ser único. Una película realmente curiosa e interesante en la filmografía del gran director que no tuvo el éxito de otras películas magistrales de Scorsese, pero que merece ser tenida en cuenta.
La mafia en el cine
Rodada en 1985 por Michael Cimino, después del desastre que supuso La puerta del cielo (1980), la película que voy a comentar tiene el sello del director, su mirada a los personajes, a esos seres que son en el fondo perdedores, que impulsan su vida para salvarse, pero que están condenados al ostracismo.
Manhattan Sur (1985) fue producido por Dino de Laurentiis, cuenta la cruzada de un policía (Mickey Rourke en su mejor momento, antes de su debacle), que emprende una cruzada contra la mafia china de Nueva York (las denominadas triadas), y, en concreto, contra su nuevo líder, Joey Tai (John Lone), un joven frio que decidió asesinar a su suegro para ocupar el poder. El policía que tiene el rango de capitán y que se llama Stanley White siembra el caos a su alrededor, porque no tiene ningún control y de forma obsesiva siembra el desorden a su alrededor. Su mujer, Connie (Caroline Kava), será asesinada como venganza, después de que el policía la abandone para irse con una joven y atractiva periodista americana de ascendencia china, la cual, a su vez, será violada como consecuencia de la acción de Stanley para desenmascarar al mafioso chino.
De nuevo, al igual que en El cazador (1978), Cimino se fija en un personaje de ascendencia europea, esta vez de origen polaco, en la famosa cinta que se centró en varios amigos ante la guerra del Vietnam eran de origen ruso. Indudablemente, Stanley quiere olvidar su origen y acceder a un mundo cosmopolita y de lujo, porque tiene demasiadas secuelas en el camino, por su pasado. Podemos verlo en el apartamento de lujo de su amante china, Tracy (interpretada por la modelo Ariane), un loft con vistas espectaculares al río Hudson.
Cimino pone su mirada en un grupo de perdedores, porque toda esa violencia proviene de la ansiedad que sienten ante la vida. En los espacios de la película son importantes los colores, como el azul del apartamento de Tracy, un color azul que nos recuerda a la primera secuencia de El cazador, donde los protagonistas trabajan y luego salen juntos bromeando. Hay en el cine del director espacios que se quedan grabados, si en El cazador era la montaña con su belleza donde Michael (un genial Robert de Niro) apunta al ciervo para disparar un solo tiro, en esta son los espacios abigarrados de una sociedad capitalista: la marea humana que rodea el barrio de Chinatown donde viven muchos seres humanos y donde ha de desenvolverse Stanley para conseguir su meta y acabar con el mafioso.
No podemos olvidar el rojo que aparece en muchas escenas, ya que la sangre y los espacios teñidos de rojo marcan un hábitat a la película: los mafiosos chinos llevan inmaculados trajes blancos y el rojo es precisamente la mancha en semejante elegancia, trufada de corrupción y engaño. En la presencia de Mickey Rourke vemos también una ambigüedad latente, como presentimos en el personaje de De Niro, puede estar rodeado de gente, pero es un solitario, no hay nadie por el que sienta verdadero afecto, vive su ensimismamiento.
La estética de la película refleja muy bien el cine de los ochenta donde se rodaron muchas cintas de policías, esencialmente violentas, donde la acción es trepidante. Todos los personajes de origen polaco, su mujer, su amigo policía, morirán, porque Stanley penetra en la otredad, busca ser otro, convertirse en un americano cosmopolita y rico. Como ocurría con Michael en El cazador, este último cambia cuando ya es militar, lo vemos más distante todavía, ha dejado a un lado sus raíces y no se detiene cuando le preparan una fiesta de bienvenida, después de la guerra, se ha metamorfoseado en otro ser, lo que no le impedirá buscar a Nick en Vietnam o seguir sintiendo pasión por la novia de Nick, siempre quedan posos del que fue.
Como en otras películas de Cimino, el personaje de Stanley sobrevive y son otros los que mueren, como si él llevase en su sino un espacio de luz frente a la muerte que lo rodea. En la interpretación medida y ajustada de Mickey Rourke podemos ver ese halo que le salva siempre, puede estar en el mayor de los peligros, pero siempre sale indemne de las cruzadas en las que se encuentra.
El otro personaje, Joey Tai, el mafioso chino, es el alter ego de Stanley, ambos se miden, se admiran y saben que solo puede quedar uno. Hay en todo el cine de Cimino una épica, muy presente también en La puerta del cielo (1980), película incomprendida pero muy bella, que representa el ocaso de un mundo que ya no es lo que era. En la mirada de Kris Kristofferson vemos que el oeste ha cambiado, un nuevo mundo empieza y no se sabe adónde conduce ese universo que empieza a revelarse. Cimino filma siempre con amor a sus personajes, les mira y les lleva al terreno de las emociones, lo vemos en los pensamientos de Michael en El cazador, cuando tras la guerra ya no puede matar al ciervo, todo ha cambiado a su alrededor. Al igual que en esta película, cuando Stanley sabe que debe parar, hay demasiada muerte y ya no tiene sentido seguir sembrando el caos que él ha comenzado.
A Cimino se le acusó en muchas ocasiones de racista por entender que el bueno es siempre el blanco y los chinos o cualquier otra raza representa el mal. En realidad, es una simplificación de su mirada, que se detiene en los personajes y los condena o los salva para siempre.
Basada en una novela donde no muere su mujer, ni violan a su amante, la idea de Cimino es cambiar el destino del personaje. Por ello, en la secuencia final, cuando permanece con su amante en el puente, ya muerto Tai, nos damos cuenta que Stanley White también desaparece, ya no queda nada del que fue, ahora es solo el hombre desarraigado que ha aceptado el juego y al ganar ha perdido realmente.
Esta película está muy bien ambientada en ese cine de los ochenta donde triunfaron cintas de policías, con un ritmo muy trepidante. Si bien no eran tan técnicamente perfectas como las películas actuales, contenían una frescura que se echa de menos. También poder ver a un buen actor como Mickey Rourke en sus mejores tiempos, antes del declive de este actor que fue el famoso “chico de la moto” en La ley de la calle (1983) de Francis Ford Coppola, en los tiempos en que parecía un nuevo Brando, algo que no llegó a ocurrir y que se desvaneció en nuestra memoria cinéfila.
El amor de dos seres sin edad
Jaime de Armiñan dirigió El nido en 1980, película que contiene grandes dosis de afecto y que fue rodada en gran parte en la ciudad de Salamanca, también en San Martín del Castañar, porque el paisaje es importante en esta película. Las escenas donde pasea el protagonista, Alejandro, interpretado por Hector Alterio, con Goyita (Ana Torrent), son una delicia de sensibilidad, porque la historia de amor entre ambos siempre es vista con ternura y recato, en ningún momento sobrepasa ese afecto entre dos seres que se encuentran en sus soledades.
Salamanca que es una ciudad hermosa, donde la plaza Mayor se convierte en un espacio de belleza inigualable, donde la cultura brilla y podemos ver el rectorado donde sufrió y dio clases el gran Unamuno, se convierte en la película en una luz que va dejando brillos, porque Alterio pasea su mirada solitaria por los rincones de la ciudad. Su interpretación medida y cuidada dota a la película de un gran magnetismo, ya que Héctor Alterio es un gran actor que siempre ha mostrado su fuerza en los papeles que ha interpretado.
La historia cuenta el encuentro de este hombre, salmantino, con Goyita, una joven de trece años, que puede recordarnos a la Lolita de Nabokov, pero sin la malicia de la joven, que, como recordamos, se convertía en la tentación inevitable para un hombre maduro (en la película de Kubrick James Mason estaba genial en el papel del maduro protagonista y la joven Sue Lyon brillaba con fuerza en la cinta).
Goyita es sensible, apasionada y tiene sentido del humor. Apreciamos el cambio que había sufrido ya Ana Torrent, de la niña de El espíritu de la colmena a la jovencita de esta película, donde hay más diálogo y más expresividad en su interpretación. La actriz española también ha dotado a sus personajes (luego llegaría, ya más tarde, Tesis) de una cierta extrañeza, como si al mirar dejara siempre cosas que decir, porque la mirada de Ana ha marcado siempre sus interpretaciones (fue esencial la mirada en la niña que mira el mundo de los adultos en El espíritu de la colmena).
Los juegos del bosque, el desenfado entre ambos. Alejandro es un hombre infeliz, en la madurez de su vida, unos cincuenta años, pero parece mayor. Son importantes los espacios abiertos, porque juegan un papel fundamental, son los ámbitos donde ambos pasean, como si la película evitase los entornos cerrados, porque en estos puede propiciarse un deseo no contenido, que la película evita siempre. No se trata, para Armiñan, de describir un mundo sucio, sino que toda la cinta está tocada con la ingenuidad y con el afecto. Podemos entender cómo un hombre mayor sintoniza con una joven, porque le aporta una espontaneidad y alegría que ha ido perdiendo con el tiempo. Ese afán de recuperar esa sintonía vital está presente en la película y late en todo momento.
La puesta en escena refleja la vulnerabilidad de los dos personajes, donde no sabemos a veces quién es más fuerte porque Goyita, pese a sus trece años, tiene en muchos momentos la seguridad vital que no posee Alejandro. Este nos recuerda al Aschenbach de La muerte en Venecia, la novela de Thomas Mann, de la cual Visconti filmó su obra maestra, Muerte en Venecia, porque mira a Goyita como si fuese su Tadzio. Hay tal rubor, tal delicadeza, que está presente en el buen hacer de este gran actor que es Alterio.
Con la fotografía de Teo Escamilla y la música de Alejandro Massó, El nido es una película intimista y bella que toca con esmero un tema que podría hoy día ser censurado, dada la corriente puritana que nos rodea y que está llevando a censurar grandes clásicos del cine por motivos nada claros.
Los actores secundarios están geniales, Luis Politi brilla en sus diálogos, Patricia Adriani demuestra su frescura y su soltura en la época en que destacó en el cine, Agustín González está genial como siempre.
Nos hallamos ante una película donde la ciudad de Salamanca, con su belleza, es otro personaje más, testigo de esos encuentros, de esos diálogos, de esa ternura. Además, es una película que nunca pierde el ritmo, aunque este sea algo lento, nos va hechizando con su delicadeza.
Como último detalle, mencionar que Ana Torrent ganó el premio a la mejor interpretación femenina en el festival de Montreal por esta película. Su mirada enigmática prevalece en sus interpretaciones posteriores.
El nido es una película que quizá hoy no se filmaría, pero queda el aire nostálgico de ese hombre que quiere recuperar a través de la joven esa alegría perdida. Solo con ternura y con amor a los personajes podemos entender esta bella película filmada en una gran parte en la ciudad de Salamanca.
Miradas del cine dentro del cine
Cuando volvemos a empezar lo hacemos porque creemos que podemos mejorar el pasado y hacer del presente algo mejor. Muchas veces, se intenta recomponer un amor fracasado, un matrimonio roto, pero también buscamos en nuestra esencia aquello que el tiempo ha difuminado. En el mundo del cine se ha tocado muchas veces este tema, no solo en la memorable película de Garci del mismo título, donde dos personas mayores que vivieron un pasado que no pudo fructificar vuelven a unirse cuando ya ha pasado el tiempo.
Pero también en el mundo del cine se ha tratado el tema de resucitar a una vieja gloria del celuloide, lo hizo muy bien Billy Wilder en Fedora, pero también Robert Aldrich en la película que voy a comentar: La leyenda de Lylah Clare (1968). El largometraje, que fue producido, nuevamente por Asociates and Aldrich, narra la historia de un proyecto maldito, de una película que ya se pensó materializar tiempo atrás, pero que no se había hecho realidad.
La historia arranca cuando un cazatalentos de Hollywood descubre a una mujer Elsa Brinckman (interpretada por Kim Novak) que guarda un gran parecido con Lylah Clare, antiguo mito erótico de Hollywood, fallecida unos años atrás en circunstancias extrañas. Este cazatalentos se da cuenta de la necesidad de hacer un biopic donde se cuente qué ocurrió con la famosa estrella. Este proyecto cobra relevancia cuando Lewis Zarkan (Peter Finch) conoce a la joven. Zarkan fue el marido de Lylah y se queda totalmente prendado de Elsa, porque parece la reencarnación de su mujer. Elsa se deja modelar por Zarkan y pierde toda su personalidad para asumir, mientras se rueda la película, el papel de la actriz fallecida.
Sin duda alguna, con este argumento, ya podemos ver un recuerdo de la doble en Vértigo de Hitchcock, donde Kim Novak también asume ese papel cuando James Stewart la persigue por San Francisco. La actriz, en realidad, sirve para Aldrich como un pretexto para analizar también la ascensión de Novak en el mundo del cine y su correspondiente decadencia, pese a ser todavía una mujer joven. No hay que olvidar que Kim Novak triunfó en los cincuenta y empezó a declinar a finales de los sesenta.
Las interpretaciones de Peter Finch, como el marido de Lylah, que pretende resucitar sum imagen, volver a empezar con un amor que ya no existe, porque ya no es la misma mujer. A la vez que vive en Zarkan la culpa por haber explotado como mito erótico a su mujer y haber precipitado su muerte. Finch dota al personaje de fuerza y de credibilidad (no olvidemos lo buen actor que era Finch y cómo ganó el Oscar póstumo por Network en una interpretación genial). El otro grande de esta película es Ernest Borgnine que interpreta a Barney Sheean, el ejecutivo del estudio al que acude Zarkan en busca de financiación para su película. El papel de Borgnine es excelente, porque se ajusta al tipo de productor de la época, poco refinado y de ademanes algo groseros, pero de fina inteligencia para buscar el éxito, como fueron los productores de la época dorada del cine.
El problema de la película que es ciertamente interesante por reflejar el mundo del cine es la forma en que se lleva a cabo. Desde el inicio de esta hay un afán documentalista, que intenta acercar la cinta al cinema verité. El director quiere contarnos una historia y lo hace en la línea de Ciudadano Kane de Welles, al escuchar las opiniones de otro para trazar la línea argumental de la película. Esta forma de comenzar la cinta fue muy utilizada en el cine clásico, no solo en la película de Welles que sería el modelo por seguir, sino también en películas tan prestigiosas como La condesa descalza o Cautivos del mal. Esa idea de la entrevista a otros para conocer a un personaje que ya se ha mitificado prevalece en la cinta, lo que hace que podamos creernos que existió la famosa actriz o que al menos vivió alguien a quien Aldrich sigue la pista enérgicamente. En realidad, también es una radiografía, como comentaba antes, de la ascensión y caída de Kim Novak, una actriz efímera de notable belleza, que no mantuvo su glamour más allá de los años cincuenta y sesenta. De hecho, tampoco se apreciaba en ella el peso de una gran actriz, que sí hubiera mantenido su fuerza a lo largo de las décadas posteriores.
La parte final de la película cuando se cuenta el accidente doméstico que costó la vida a Lylah Clare está filmado de una forma más estandarizada y se deja llevar por un ambiente más teatral que aleja la cinta de la propuesta anterior, donde respiraba más el afán documentalista. Ese giro perjudica a la película, porque nos reflejaba una Lylah Clare inmersa en las depresiones de muchas actrices de éxito, ya que se rompe el cuello al hallarse ebria en su casa y se precipita por las escaleras. La muerte de la propia Ellen en una situación similar nos produce a los espectadores la idea de hallarnos ante un deja vú, un volver a empezar, porque toda la película está centrada en ese afán de poner a una mujer como si fuese un espejo de un mito erótico del cine.
Indudablemente, la película contiene aciertos porque refleja muy bien el mundo del cine, sus contradicciones, sus verdades y sus mentiras y las interpretaciones de Finch y Borgnine dan credibilidad a la historia. Kim Novak dota al papel de un aire melancólico y triste, porque también fue una estrella rota, no llevada al extremo de Lylah Clare (la actriz vive retirada a sus ochenta y nueve años), pero en el fondo deseamos saber algo más del interior de Lylah y de Kim, porque en el fondo Aldrich sabe que el mundo del cine también puede ser muy destructivo.
Como si volviese a empezar, una vida rota (la de Lylah) con la de Ellen, un destino trágico para ese mundo de sueños donde no todo es glamour y también hay sombras después de los aplausos de los espectadores (solo hay que recordar a Judy Garland, Marilyn Monroe, Monty Clift y otros mitos que cayeron en desgracia siendo grandes estrellas). Cuando acaba la película nos queda la mirada de Kim Novak, como si pidiera a gritos volver a empezar de nuevo.
Cine y alcohol, bajo el volcán
Sin duda alguna, en el cine ha habido muchos instantes en los que los personajes brindan con cerveza, porque el rito de la fiesta y la bebida ha estado siempre ligado al cine. No podemos olvidar cómo Errol Flynn y Tyrone Power, dos grandes galanes del cine y malogrados por su muerte prematura brindan en Fiesta (1957), dirigida por Henry King, basada en la novela de Ernest Hemingway y rodada en España.
Al lado de la fiesta se halla el tema del alcoholismo, que también ha tenido en el cine bastante impacto con películas como Días sin huella, dirigida por Billy Wilder en 1945 o Días de vino y rosas, dirigida por Blake Edwards en 1962. Pero la película de la que voy a hablar está basada en la novela de Malcolm Lowry, publicada en 1947, se trata de Bajo el volcán (1984), dirigida por John Huston e interpretada por Albert Finney como el cónsul Geoffrey Firmin), Jacqueline Bisset como Ivonne, su esposa y Anthony Andrews como Hugh Firmin, hermanastro del cónsul.
Con estos mimbres se intenta adaptar una compleja novela, cuyos detalles son muy intensos, porque toda ella está tejida con un lenguaje denso, donde todo cobra relevancia. Lowry escribe con morosidad, pensando en un universo que solo ve Firmin, un espacio donde el alcohol y la ciudad de Cuernavaca son claros protagonistas. Todo ello porque Firmin no puede evitar beber, es un alcohólico, esta patología ha destruido su matrimonio y arrojó a su bella mujer Ivonne en brazos de su hermanastro.
La dificultad de adaptar al cine una compleja novela, llena de descripciones de plantas, de paisajes, de cielos, de nubes, de caballos, era de enorme envergadura. No solo Huston había pensado llevarla al cine, sino también Luis Buñuel, Jules Dassin y Joseph Losey, entre otros.
Huston había leído al menos veinte guiones distintos, con el objeto de adaptar la novela, hasta que al fin se decidió a hacerlo. Producida por Moritz Borman y Wieland Schulz-Keil, la película no puede abordar ese universo complejo del escritor (hay que recordar que Lowry también fue alcohólico y que en la novela expresa todas sus obsesiones), pero si, a través del guion de Guy Gallo, ese espacio de personajes que viven la vida como un sueño, porque el cónsul jamás accede a una realidad, sino que todo permanece en su mundo, hecho de libros y de alcohol. Como no puede beber mezcal, porque lo tiene prohibido, va a las cantinas, hasta que llega la madrugada y bebe cerveza y whisky. Por ello, su mundo queda reflejado en esos garitos donde otros borrachos pasan la noche, él es uno más en ese espacio de degradación.
La película no se rodó en Cuernavaca, sino en Morelos, también en México, donde los mexicanos tienen ese aire espectral que los caracteriza, aquí vistos por los paseos de Firmin, en la mirada de un genial Albert Finney, un actor que dota al personaje de una gran autenticidad. Solo actores como Finney podían dar al protagonista una presencia tan digna y a la vez tan patética. Pienso en otros grandes del cine inglés, como Richard Burton o Peter O´Toole que podían haber estado geniales en el papel también. A su lado, la belleza de Jacqueline Bisset, porque Ivonne es la promesa, la belleza que no ha de morir, pero que, pese al amor que siente por el cónsul, se niega a dejarse llevar por el mundo del alcohol, aunque al volver a Cuernavaca después de su despedida y la ruptura de su matrimonio, acompañará a Firmin en sus visitas a las cantinas.
La vida de Firmin es relatada por Huston, con su estilo hondo y poderoso, porque el director sabe filmar con detenimiento el rostro del cónsul mientras bebe cerveza en un garito, sin olvidar a los mexicanos que lo rodean. Todo ese espacio es filmado con autenticidad y rigor, no podemos apartar la mirada del rostro del gran Finney.
La vida del cónsul, en el corto periodo de tiempo descrito en la película (que es el mismo que en la novela hasta el fatal desenlace), pasa por varias etapas. Lo vemos cuando camina entre las tumbas adornadas de los muertos (ya conocemos la importancia que los mexicanos dan al tema de la muerte), siendo un hombre ajeno al paisaje y a la cultura que lo rodea. Ebrio en muchas ocasiones, Firmin goza de una enorme cultura, pero no ha sabido canalizar su enorme inteligencia. Su miedo a la vida le ha llevado al alcohol, su inacción a pasear por las cantinas y pedir bebida siempre, desatendiendo a sus seres queridos. Todo ocurre en el Día de Difuntos y en la novela el doctor Vigil y M. Laurelle juegan un partido de tenis y recuerdan a Firmin y a su historia de amor, con la frase famosa de la novela: “No se puede vivir sin amar”.
En la película el actor Ignacio López Tarso encarna al doctor Vigil, en su papel de demiurgo supone la otra voz de Firmin, la voz sobria de su amigo. También es importante el papel de Hugh, su hermanastro, que tuvo relaciones con Ivonne. En su nuevo encuentro, ambos se mantienen como amigos, pero ya en la distancia afectiva. Ivonne solo quiere recuperar al cónsul y alejarlo de México. La gran belleza de Jacqueline Bisset acentúa ese magnetismo del que hablaba Lowry en su novela. Ivonne no es la más bella, pero tiene ese encanto y ese atractivo que permanece para siempre. Hugh ha luchado en la Guerra Civil con los republicanos y su papel de soporte para ella va desapareciendo en la película. Ya no hay hilos entre ellos, son seres desolados, abandonados a su suerte.
Mientras Firmin consume cerveza en la cantina, puede ver el mezcal la bebida que le hizo alcohólico y a la que volverá al final de la película, porque sabe que ya no hay destino ni futuro, su vida ha de terminar allí. De una forma casi accidental es asesinado, porque lo absurdo está presente en su vida. Al dejar la otra bebida y volver al mezcal es una manera de sellar su fracaso vital. Tirado en el barro, en el último acto de su vida, como un borracho anónimo, exclama: “¡Qué forma más asquerosa de morir!”.
Aparecen los toros cuando Hugh torea una becerra, el ambiente de los mexicanos pobres, las cantinas, el calor sofocante, todo ello impregna a la película de un agotamiento vital, de una sensación de desasosiego permanente, pero el gran mérito se halla en el rostro de Finney que expresa la rendición ante la vida. El genial actor que ya demostró en muchas películas su indudable talento da a su papel todo el desconcierto ante la existencia y todo el daño que el alcohol ha hecho mella en él. Huston lo sigue, lo filma, lo escruta, como si fuese un amanuense en busca de un código secreto.
Sin la complejidad de la novela, que es, sin duda alguna, una obra maestra, la película es una digna adaptación de un universo complejo que vivió Malcolm Lowry durante su estancia en México del que fue expulsado al final por su alcoholismo. La vida de Lowry se truncó muy joven, porque al igual que su personaje eligió mal las cartas para jugar.
Perdedores en el cine
Hay películas que sobrevuelan el tema del perdedor, seres que están condenados a sentir el fracaso en sus carnes, como el Taxi Driver (1975) de Martin Scorsese, donde la soledad se convierte en un infierno que lleva a la locura. También hay perdedores que intentan salir de ese fracaso, como el Eddie Felson de El buscavidas (1961) de Robert Rossen, una magnífica película donde Paul Newman estuvo genial. No se esperaba una nueva versión de este personaje que se juega en el billar su suerte continuamente, que acoge a una chica (Piper Laurie) en una relación que está destinada al fracaso, pero ocurrió, en 1986 se estrenó El color del dinero, dirigida por Martin Scorsese, uno de los directores más impactantes y geniales de las últimas décadas.
La historia de la película comenzó cuando en septiembre de 1984, acabado el rodaje de After Hours y durante su estancia en Londres, Scorsese recibió una carta enviada por Paul Newman en la que le proponía que se incorporase al proyecto de El color del dinero, puesto que Newman había quedado impresionado al ver Toro salvaje (1980) y estaba convencido de que Scorsese era el director apropiado para esa vuelta del personaje de Eddie Felson.
La historia se basaba en la novela de Walter Tevis, el mismo autor de la novela que dio lugar a El buscavidas, lo que parecía claramente una segunda parte de la historia de Felson. El proyecto de El color del dinero llevaba cinco años deambulando por los estudios de Hollywood, le había llegado a la Columbia y a la Twentieth Century Fox sin llegar a materializarse en un proyecto firme. Pero el interés de un hombre poderoso como Paul Newman y de su agente, el famosísimo Mike Ovitz hizo que el proyecto empezara a cobrar vida real. Dos viejos conocidos de Scorsese, Michael Esiner y Jerry Katzemberg, que ya habían querido trabajar con el director en los tiempos en que estuvieron en la Paramount, se embarcaron en el proyecto. Ahora eran altos ejecutivos en la Touchstone Pictures y estaban decididos a llevar a cabo la película como productores.
De la implicación de Newman en el proyecto da prueba el hecho de que tuvo que hipotecar parte de su salario para que Touchstone aceptase el presupuesto de catorce millones de dólares. Además, se le comentó a Scorsese que quedaba prohibido volver a rodar en blanco y negro si quería sacar adelante la película. El rodaje empezó en enero de 1986, cumplido en cuarenta y nueve días y con un ahorro de un millón de dólares. No hubo improvisaciones en la película y el trabajo de Newman y un joven Tom Cruise se preparó dos semanas antes. Para las escenas de billar se contó con un instructor, Michael Sigel y con diversos jugadores profesionales. La película se rodó en diversos billares de Chicago, aunque al principio se pensó en Toronto.
Es importante señalar que no se trata de una secuela porque Scorsese dota de personalidad a su proyecto y lo aleja de la película de Rossen (hay que decir que esta última era magnífica), ya que en El color del dinero Eddie Felson ya no entiende la derrota como un final, sino que sabrá soportar el fracaso, entenderá que es parte de la vida. Si hay algo autodestructivo en el personaje, en la línea de otros protagonistas de Scorsese como Travis, Jimmy Doyle o Jake La Motta, Felson ya se ha redimido. Ha vivido veinticinco años de infierno (hay que recordar que en El buscavidas, Eddie deja el billar cuando le destrozan la mano los hombres del personaje que interpreta George C. Scott). Ahora Eddie busca un sucesor, alguien que pueda ser él con muchos años menos y lo encuentra en el gallito Vincent (muy convincente Tom Cruise en la película) que llega con su novia Carmen (Mary Elizabeth Mastrantonio), Ahora, Eddie es el maestro, al que le importa menos ganar que dejar su huella en el discípulo.
Cuando Vincent ya conoce, gracias a Eddie, las trampas, trucos y mezquindades de la profesión, Eddie sabe que deben separarse. Hay sin duda alguna una relación paterno-filial entre ambos. Cuando Vincent se deja ganar por Eddie es una forma de humillación, pero también es una ofrenda, la demostración de la dádiva que quiere dar el discípulo al maestro, su señal de agradecimiento.
La idea del padre es insólita en Scorsese, porque nunca en otras películas aparecían, Travis estaba solo, no se sabe nada de su familia, Jimmy Doyle tampoco y La Motta tampoco, son seres desprotegidos, solitarios, que no tienen a nadie a quien admirar o imitar. En el caso de El color del dinero esta simbiosis maestro-discípulo cobra todo su sentido. También hay algo mítico, plantea Scorsese un relevo generacional, el Cruise del momento de la película es un espejo del Newman joven cuando rodó El buscavidas.
Hay sin duda una quiebra, al desconocer en la película de Scorsese el pasado de Felson nos cuesta entender la dimensión épica de su redención, ya que Eddie fue culpable de la muerte de Sarah (Piper Laurie) y como consecuencia fue castigado en el billar, como lo fue La Motta en el ring, hay sin duda un espacio que El color del dinero no descubre y solo los cinéfilos pueden llegar a desentrañar. Lo que hace Eddie es expiar sus culpas a través del personaje de Vincent, intentar que este no caiga en los errores del joven Eddie. Hubiera estado bien alguna mirada al pasado para entender mejor el objetivo de fondo de la película y su deseo de crear un nuevo jugador de billas sin las máculas que tiene ya de por vida el viejo Felson.
Y, sin duda alguna, el título explica mucho, porque el dinero tiene color, también peso y olor, vemos continuamente los dólares y podemos sentir que todo ese dinero es también el alma de los personajes, son su huella vital, el sacrificio al que se someten por el éxito. La suerte de ganar o perder también está presente, son seres que se lo juegan todo, sabiendo en el fondo que nada vale la pena en realidad. Solo el rito del juego les motiva, no la ganancia o la pérdida, viven el momento, donde son felices en ese esfuerzo por ser los mejores.
Sin duda alguna, Scorsese traslada el ring de Toro salvaje al billar, para construir una película de redención con un actor de gran carisma, verdaderamente magnético como Paul Newman, cuya mirada esconde todo un mundo que no se nos desvela pero que los cinéfilos y conocedores de El buscavidas conocemos. Tanto la chica como el papel de Cruise le dan buena réplica, porque el impetuoso joven ha de ser corregido por el veterano jugador. Hay que reconocer que Cruise mantiene una frescura en su papel que ha ido perdiendo con el tiempo.
Y cómo se mueven las bolas como si fuesen gestos de la vida, al igual que los golpes en el ring, nos habla en definitiva de una cinta emotiva e intensa, una gran película, donde Scorsese pone su mirada para hablar de perdedores y ganadores en el escenario de la existencia. La música es excelente, como el My Baby´s in Love with Another Guy, la canción de Robert Palmer grabada por Little Willie John, son esenciales para acompañar este duelo existencial entre dos hombres ante el ring del billar.
Hay en Scorsese frente a la cinta de Rossen un movimiento distinto, una planificación de las mesas de billar, un “derroche visual” que logra que esta película se nos quede dentro, porque habla de fracaso y redención (con una magnífica fotografía de Michael Ballhaus), uno de los temas más interesantes de la filmografía del gran director americano.
La soledad en el cine
Hay muchas películas que reflejan en las imágenes la poesía que llevan dentro, pero hay un director que logró hacer de la lentitud de su cine, plagado de miradas y de silencios, un espacio donde lo poético cobró relevancia. Me refiero a Michelangelo Antonioni, director de obras como La noche, La aventura, Blow Up y otras muchas.
El paisaje en la niebla que aparece en el comienzo de El desierto rojo (1964) ya establece una mirada a un mundo que parece perder su luz, envuelto en sombras. Un hombre camina por un paisaje gris acompañado de su hija y una mujer deambula con su hijo por un paisaje fangoso y con detritos industriales. Hay todo un mundo que se desarrolla en esta cinta que transcurre en Rávena: gigantescas formas industriales, el conjunto sonoro de máquinas y calderas que acompañan como un ruido continuo al silencio de los personajes. En este ruido ambiental late una metáfora de la incomunicación, tema esencial en el cine de Antonioni, donde el ruido externo contrarresta el silencio de los personajes, envueltos siempre en la madeja de su soledad.
Giuliana (Monica Vitti) pasea su soledad cuando camina con su hijo en la extrema soledad de un mundo de fábricas, donde el espacio ahoga todo lenguaje. Ese desierto rojo que es el espacio que les rodea, donde ella se debate entre dos hombres: Ugo (Carlo Chionetti), un ingeniero químico absorbido por su fábrica y Corrado (Richard Harris), un ingeniero químico nómada que busca trabajadores para seguirle hasta la Patagonia. Pero, pese a esos dos hombres, Giulana está sola, deambula con el hijo por un paisaje espectral que la difumina.
Giuliana tiene miedo de todo lo que le rodea, con un pasado marcado por un accidente de tráfico, por ello camina entre ese espectral mundo sin detenerse, para seguir un itinerario sin rumbo, pero sin pausa alguna. Hay un deseo de Antonioni de imprimir poesía a un mundo realista, donde las fábricas que parece que expresan la contaminación y el ruido puedan tener una caligrafía emocional y poética. Para el director, como le confesó a Godard, en una entrevista, las líneas, las curvas de las fábricas pueden imprimir mayor poesía que un árbol que siempre ha sido de contemplación para los poetas.
Y la importancia del color, porque en el cromatismo de la película late un estado de ánimo, los personajes expresan su tristeza ante la vida en el gris que puebla el paisaje, en los almacenes que encuentra la mujer, poblado de verdes y azules, el blanco en sus idas y venidas por la casa, de noche. Muy interesante es la secuencia donde Corrado (un extraordinario Richard Harris) visita a Giulana (Monica Vitti dota a su papel de autenticidad y misterio) en su tienda vacía con paredes encaladas de tonos fríos. Como en otras películas de Antonini, predominan las miradas y los silencios, a veces una corta conversación como si los pensamientos de los personajes no dieran lugar al lenguaje que se halla lejos de esos encuentros, pensados para los otros sentidos.
Imagen poética es la caída de la hoja de un periódico cuando salen a la calle porque refleja lo efímero de todo, la caducidad de la vida, el leve paso de los seres humanos, frágiles y callados, por el mundo.
Hay también capacidad imaginativa en la película cuando Giulana cuenta a su hijo enfermo una historia donde abunda el azul del cielo y el mar y el rosa de la arena, todo tamizado de colores, porque la película impregna de colorido el ambiente, lo dota de luz, crea estados de ánimo en los personajes a través de los colores.
Hay en los escenarios y en su colorido una clara referencia de pintores como Matisse y Morandi. La pintura de Matisse entusiasmaba a Antonioni y aquí lo muestra en esa voluptuosidad que predomina en la película, cuando se muestran fábricas, casas y naturaleza.
También la referencia a las naturalezas muertas y los paisajes de Giorgio Morandi están presentas en la cinta. Ejemplos de esa influencia de Morandi en la película se hallan en el papel abandonado por la calle, en las bombonas azules del hangar donde el ingeniero reúne a los obreros o la casa donde Corrado y Giulana se encuentran. Podemos verlo en la pared, la mesa y la tapicería, en las plantas, todo irradia ese mundo del pintor donde todo es espacio que expresa su soledad interior.
No hay que olvidar la fotografía de Carlo di Palma que va dejando imágenes de tiempo muerto, de seres en estado de espera, como si solo pudiesen resucitar si alguien les dotase de vida. Son también los personajes, envueltos en un ambiente que tiene mucho de neorrealismo pero que también incluye cierto surrealismo en su onírico paisaje, los que van dotando de vida ese espacio que oprime, pero pese a ello son seres heridos que buscan encontrarse para sentirse vivos y resucitar un ambiente también envuelto en sombras.
Logra Antonioni una de sus mejores películas y en esa morosidad que caracteriza su cine podemos ver el alma de los personajes, sus latidos y su lugar en el espacio, otro protagonista de la cinta, junto al color que cobra relevancia en los estados de ánimo de estos seres derrotados por la vida. La poesía que desprende la película hace de esta una de las más interesantes y atrayentes del director italiano.
Cuando el amor mata
A veces el amor se torna difícil porque nos hallamos ante la disyuntiva de elegir a la persona con la que estamos y otra que aparece y que cambia nuestra vida. Con estos mimbres, Truffaut, el gran director francés, dirigió la película La mujer de al lado en 1981. Sin duda alguna, nos hallamos ante una película donde el amor se torna imposible porque Bernard (Gerard Depardieu) está casado con Arlette (Michele Bangartner), todo va bien hasta que vuelve un amor del pasado de Bernard, Mathilde Bouchard (Fanny Ardant), vecina ahora del matrimonio.
Toda la historia es relatada por un personaje llamado M. Jouve, que coincide con ellos en el club de tenis. Este personaje quiso quitarse la vida en el pasado por un amor imposible, ahora mira los rostros de Bernard y de Mathilde y conoce el sino trágico que les conducirá al drama. La historia tiene un final terrible, ya que Mathilde matará a Bernard y se suicidará, porque es consciente del fracaso de la historia de amor, de ese destino aciago que rodea sus vidas.
Truffaut rueda la película con elegancia, con esa mirada tierna a los personajes, pero sin exceder en dramatismo. El guion de Suzanne Schiffman y de Jean Aurel concede a la película esa autenticidad, esos diálogos que van vertebrando todo un espacio de soledad. Son seres que se aman pero que conocen que el mundo no les ofrecerá una oportunidad, están condenados a fracasar en su amor.
La mujer de al lado es una película que va acariciando, que se acerca al espectador en los rostros de dos actores en estado de gracia, Depardieu a pesar de su rudeza de siempre, es tierno e inmaduro, Fanny Ardant es contemplado por Truffaut como si la estuviese pintando, se fija en su rostro, en sus gestos, la sigue a través de planos donde vemos a una bella mujer en crisis. Fue un gran amor para Truffaut y eso se percibe en la cinta, hay una forma especial de mirar a la actriz como si al filmarla estuviese declarando su amor.
No hay que olvidar que Fanny Ardant fue la última mujer que convivió con Truffaut y estuvo presente en los tiempos más duros de su vida, cuando se le diagnosticó el tumor cerebral que acabó con su vida a los cincuenta y dos años.
En la película, que no tiene especialmente mucho argumento, ya que se centra en los encuentros de ellos en el club de tenis, en los diálogos, pero que va dejando el poso de una relación que es amor fou, amor maldito porque ha de acabar en tragedia.
El colorido de la película es destacable, con esos colores pálidos y suaves que caracterizan parte de la filmografía del director francés. En algunos momentos, el director se distancia, evita el apasionamiento, mira a sus personajes para que expresen con sus rostros el amor que sienten, como si fuese un demiurgo que manejase los hilos de las vidas de los seres que está filmando.
Las escenas interiores, en la habitación donde se aman gravitan en la película como un espacio que va cobrando protagonismo. Ellos se miran, charlan, se tocan, pero saben que esa ternura no es duradera, hay algo efímero en las miradas, como si conocieran ya, antes de que suceda, que el destino será trágico.
Hay, sin duda alguna, una influencia latente de la mirada del novelista Henry James, al que adaptó en La habitación verde, porque este planteaba en sus novelas un mundo de personajes impares, como ocurre en esta historia de amor y de fracaso.
Sin duda alguna, La mujer de al lado, muestra una cima en el cine de Truffaut, que ha ido perfeccionando su universo de miradas, los rostros que cincela al contemplarlos y representa un salto a la madurez de aquel cine con Antoine Doinel como protagonista. Ahora sus personajes viven el reposo de un pasado que les atormenta pero que ya no les produce histrionismo, como el Doinel de Besos robados (1968), por ejemplo.
Algo ha cambiado en la mirada de Truffaut y Depardieu representa ese paso a la madurez, es un hombre cansado, pese a ser joven, que lleva todavía a un niño dentro, pero ya tiene prisa, como Doinel, porque sabe que su destino ya está cumplido.
EL DESDOBLAMIENTO DE UN HOMBRE
Han surgido muchos títulos con el tema de la identidad, ver cómo un hombre pierde su realidad cuando otro le mira y se da cuenta de ser un espejo del primero o cuando nos han comparado con otro y han dicho que han visto a nuestro doble, en el cine el tema del doble se refleja muy bien en El otro señor Klein, película rodada por Joseph Losey en 1976.
Mr. Klein era un proyecto que estaba preparando el director Costa-Gavras, bajo la supervisión en producción del actor Alain Delon, quien había fundado en 1968 la compañía Adel Productions que había financiado ya películas como Borsalino de Jacques Deray o La primera noche de la quietud de Valerio Zurlini.
Hubo desavenencias entre la gente implicada en el proyecto y Costa-Gavras se retiró del mismo, Losey estaba en Roma en ese momento y se interesó por el tema, ya que también quería volver a trabajar con Delon, debido a la buena acogida y a la buena sintonía que hubo entre ellos cuando Losey rodó El asesinato de Trotsky.
El prestigioso guionista Franco Solinas, que había trabajado con Gillo Pontecorvo, se puso a trabajar con Losey en el guión. El director británico tuvo que prescindir de su habitual director artístico, Richard McDonald, porque se hallaba preparando el diseño de los decorados del ansiado proyecto de Losey En busca del tiempo perdido basado en la novela de Proust, que quedó frustrado y no se llegó a rodar. La inclusión del húngaro Alexandre Trauner (ganador del Oscar por su labor en El apartamento de Billy Wilder) fue muy positiva para la película.
Con un presupuesto de más de tres millones de dólares Mr. Klein inició su rodaje entre París y Estrasburgo. Sin embargo, las relaciones entre Delon, presente en la producción, y Losey, no fueron tan buenas como en la primera ocasión, ya que el actor francés quería dominar demasiado los aspectos de la dirección sin ser su cometido.
Respecto a la película, centrada en el París ocupado, en el año 1942, nos cuenta la historia de Robert Klein, un hombre dedicado al comercio de arte que siente que su persona viene reflejada por un posible doble, un judío, perseguido en aquellos tiempos, lo que lleva al personaje a buscar desesperadamente a este ser escondido para que no sea detenido. El mismo Klein siente que es espiado por la gendarmería, lo que provoca una situación angustiosa, que va in crescendo a lo largo de la cinta, hasta el final de la misma, donde el personaje de Klein es confundido con el judío al que los nazis conducen a los campos de concentración, el comerciante de arte que nada tenía que ver con los judíos se convierte en un judío más que será detenido y deportado a los campos.
Con este argumento que he resumido, Losey dirige una película de intriga donde el personaje de Delon, que interpreta a Klein, podemos ver una estructura kafkiana en la que todo el afán de Klein es encontrarse con el otro, el judío perseguido. Todo lo que ocurre son encuentros con personas que conocen al doble, pero no aparece nunca, su presencia es siempre la de un espejismo que va implicando hasta la tragedia al marchante de arte.
La importancia de los espejos en la película va marcando la trama, a lo largo de la cinta, como en la escena en que Pierre y Klein cenan en un restaurante, un botones llama continuamente al otro señor Klein, este hace caso omiso sin darse cuenta de la implicación que representa ese otro yo que le persigue todo el tiempo, lo que me hace recordar a Con la muerte en los talones, cuando Cary Grant es siempre perseguido por una identidad que no es la suya.
Con unos secundarios de lujo, Jeanne Moreau, Michel Lonsdale (como Pierre, el abogado de Robert Klein),Massimo Giroti, Michel Aumont, la película va reflejando el vacío de una identidad que se esconde, no hay otro señor Klein, pero sin embargo, este le persigue continuamente.
Como en El sirviente, la atmósfera de la película es agobiante, los personajes parecen interpretar un papel para demostrar que son solo sombras que persiguen al protagonista, el clima de la cinta es muy claustrofóbico, lo que nos recuerda también a las películas de Orson Welles.
La cinta fue al festival de Cannes en 1976, pero no ganó, ya que la Palma de Oro fue para Taxi Driver de Scorsese, pero hay que reconocer que la cinta atrapa, nos va llevando a una duda continua, de la mano de la buena interpretación de Delon y de la dirección de un Losey en estado de gracia, lo que nos recuerda a una de sus obras maestras, El sirviente, una cinta donde la identidad se pone en estado de juicio, ¿somos realmente lo que parecemos o somos otros que estamos en un lugar distinto al que vivimos?
La duda prevalece y nos deja una huella, siempre podemos ser otros, hay un desdoblamiento en cada uno de nosotros que nos hace vulnerables, la película logra tocar nuestra identidad y hacernos pensar en nuestra fragilidad como seres humanos, una cinta realmente interesante.